miércoles, 9 de septiembre de 2015

LA MATRIZ DE ALTERIDAD: la mito-poiesis como forma de construcción identitaria



Existen un sinnúmero de estudios orientados a señalar el papel de las estructuras políticas y la acción en los diferentes procesos de colonización en América; y a la vez, otras muchas más que explican como las diferentes identidades se fundieron luego del advenimiento de los Estados Nación, en parte estigmatizando o marcando a ciertos grupos minoritarios en forma subordinada al orden hegemónico (Bonfil Batalla, 1972. Imaz, 1984. Briones, 1988. Sahlins, 1988. Miles, 1989. Taussig, 1990. Hobsbawm, 1983. Calvo, 1996. Pagden, 1997. Korstanje, 2007). 

En este sentido, los imperios han sido históricamente construcciones culturales y políticas arbitrarias en donde (en apariencia) confluyen diversas identidades particulares como cuerpos orgánicos. Esta clase de matriz identitaria (mismidad), la cual sólo es la percepción que los diferentes grupos tienen de sus similitudes, se contrapone con respecto a una matriz de alteridad, cuya raíz también se constituye por medio de un grupo exógeno (Polakovic, 1979).

 Estas abstracciones, sin embargo, son articuladas por medio de arquetipos míticos arcaicos cuya denominación llamaremos “matrices de origen”. Estas no sólo evocan a un pasado “siempre” mejor, sino condicionan las prácticas sociales en el presente (Eliade, 1968. Sahlins, 1988). La marcación del “indio” o del “negro” como subordinados o excluidos de las estructuras legitimantes fue dándose en territorio americano en diferentes formas según se tratase de España, Inglaterra y Francia. La explicación de los diferentes discursos, estrategias y tratamiento que estos poderes ejercieron en el “otro”, deben comprenderse dentro de un orden mito-poiético específico: las matrices de origen nórdica; y su contralor la greco-latina. 

El objetivo del siguiente ensayo (artículo teórico), es indagar en la relación que existe entre las matrices históricas de los pueblos antiguos con referencia a la forma en que se llevaron a cabo las diferentes colonizaciones en América y sus posterior conformación como Estados Nación. Para ello, nos hemos servido de textos clásicos latinos (filología) como también de bibliografía especializada en la materia. 

En lo específico, nuestra hipótesis se orienta a señalar tanto la matriz romana como la germánica de los siglos I y II AC, pueden ser estudiadas acorde al siguiente esquema analítico: a) la mitología, b) la división de géneros, c) los valores culturales, d) la organización política y e) el culto a sus muertos. Todos estos elementos combinados (aunque hay otros también) han configurado las matrices de alteridad de ambas civilizaciones y su posterior accionar en el continente americano.

 La construcción del otro 

Los diferentes estados nacionales han sido construcciones creadas con arreglo al papel de la soberanía sobre un territorio, el cual a su vez es ocupado por ciertos grupos o individuos con la habilidad de gobernarse a sí mismos (Miles, 1989). Esta definición de Estado, lejos de ser pensada en el sentido burocrático -legal racional- weberiano, es legitimada alternando prácticas mágicas y místicas las cuales tienen su memoración histórica en algún hecho extraordinario con un alto impacto emocional (Taussig, 1990). Como acertadamente señaló Bartolomé con respecto a la identidad mexicana,

 “entre los complejos mecanismos psico-sociales que contribuyen a desarrollar una identidad compartida destaca la afectividad, el afecto que despierta la presencia de otros con los cuales es posible identificarse en razón de considerarlos semejantes a nosotros mismos. Los indicadores de esa identidad generalizada podrán variar, pero su característica básica es estar dotados de un profundo contenido emocional” (Bartolomé, 1997: 47-48).

Ahora bien, los procesos de etnogénesis en forma general comprenden varios grupos que aun cuando no tuvieran una familiaridad previa son aprehendidos, creados y unificados por medio de un elemento discursivo específico; las categorías utilizadas para la creación de identidad puede ser “voluntaria” cuando los individuos por su parte buscan la mismidad o “forzada”, cuando se los somete con arreglo a una categoría determinada sin su voluntad (Polakovic, 1978). De esta manera, se crea una identidad propia por oposición a una externa; en ocasiones tomando grupos minoritarios muy dispares como un todo orgánico (el caso del indio) en otras excluyéndolo u obligándolo a ocupar estratos económicos específicos (el negro). En este mismo sentido, Claudia Briones sostiene que 

“procesos coloniales y postcoloniales han creado la noción de indio como condición estructural más o menos permanente que instala profundas asimetrías. En la medida en que la categorización social del indio o aborigen ha sido producida en y por sociedades coloniales que así han llamado a los descendientes de poblaciones pre-existentes” (Briones, 1988: 146). 

El modelo que plantea Briones apunta a que tanto la “mismidad” como la “otreidad” son elementos los cuales coadyuvan de acuerdo a procesos socio-políticos de mayor complejidad y extensión. Más específicamente, el problema versa sobre el vínculo entre la mismidad y la otreidad, dentro de un mismo marco estructural. Briones está convencida, y así lo expresa, que ni “la raza” menos “la etnicidad” corresponden a atributos biológicos propios de la individualidad humana sino que por el contrario son procesos de “marcación” de construcción de “alteridad”; para ser más exactos, ambos conceptos se ubican dentro de la “indexicalización meta pragmática “de las grupidades con arreglo a ordenamientos jurídico-políticos determinados. Como ejemplo, la autora cita al caso “catalán” como forma de construcción frente al Estado Español. La identidad catalana se observa operante en cuanto (en diálogo) a una dialéctica con la estructura hispana. Las diferencias aún dentro del grupo catalán se funden en mismidad frente a un “otro” que los indaga e interpela en su alterización, el Estado español (Briones, 1988: 240). Para Bonfil Batalla, 

“el contraste frente a la cultura dominante queda a salvo: la cultura del grupo indígena podría estar predominantemente compuesta de elementos de origen europeo; pero el hecho de que tales rasgos no estén en vigor entre la población blanca permitirá definirla como una cultura diferente” (Batalla Bonfil, 1972: 28). 

El problema de la definición de lo “indio” en América, es para el autor (en analogía con Briones) una categoría supra-étnica que no denota las diferencias de todos los grupos que aúna; su sentido ha derivado de una lógica sencilla: marcar al colonizado del colonizador en un sentido atemporal. Este nuevo orden, tiende a crear ciertas categorizaciones sociales, juntando al sacerdote y al guerrero bajo una misma denominación. 

No es azaroso, el hecho de que los “indios” pasaran a formar parte (indistintamente) de los estratos menos reconocidos del mundo colonial hispánico1 . Por otro lado, es posible que tras los procesos independentistas “lo indígena” haya quedado en un estadio similar a la era de la conquista como sostienen algunos autores. El advenimiento de los Estados-Nación ha excluido (en diferentes grados) de su construcción indentitaria protagónica, el papel del “indio” (Bonfil Batalla, 1972. Briones, 1988. Calvo, 1996. Segato, 1999). Aunque en la actualidad, estos colectivos estén reclamando para sí una identidad conjunta utilizando (para tal fin) sus propios mecanismos simbólico-políticos con arreglo a la reivindicación territorial, la memoria colectiva plausible de ser “conservada”, la mito-praxis encarnada en “el retorno del héroe” o “un pasado grandilocuente” como forma de legitimación grupal, y la creación de mecanismos económicas los cuales permitan un diálogo (no siempre armonioso) con el “Estado Blanco” (Rivera Cusicanqui, 1984. Isla, 1992. Lozada Pereira, 2005).

 Sin embargo, una de las cuestiones que los antropólogos han descuidado y en la cual la historia antigua puede hacer una humilde contribución, es la tendencia (inversa) a considerar al mundo europeo colonial (hispánico, germánico, céltico o eslavo) dentro de una misma categoría: el europeo. En este sentido, hablar del europeo es referirse a un sinnúmero de grupos humanos conviviendo y coexistiendo entre sí (Wolf, 1993); sin ir más lejos, los así mal llamados pueblos germánicos se componían de más de 40 grupos o tribus diferentes2 . En efecto, diversos autores se centran en señalar que la conquista de América ha variado en cuanto a la región colonizada y al colonizador; en este sentido tanto España como Inglaterra han desembarcado en el nuevo mundo construyendo “alteridad” de una manera específica (Imaz, 1984. Briones, 1988. Calvo, 1996. Pagden, 1997)3 .

 Empero, los aspectos que todos estos estudios no precisan, son los elementos arquetípicos tanto de la cultura latina como nórdica, para construir la “otreidad” y su influencia en los procesos históricos de conquista colonial; paradójicamente los esfuerzos de la disciplina por demarcar las características distintivas del “cuarto mundo” (Briones, 1988), ha conllevado a una unificación conceptual parcializada de lo “europeo”. En este aspecto, el presente artículo pretende ser un aporte novedoso al estudio del tema, la cuestión parece centrarse en las diferencias que han demostrado en su forma de construir al otro las civilizaciones hispánicas o latinas y las nórdicas o anglo-sajonas.


Matrices de identidad y diferencias

Para estudiar satisfactoriamente dicha cuestión, nos debemos remitir a la antigüedad clásica entre el II AC y el I DC. Tras el fragor de las tres guerras con Cartago, Roma comienza a perfilarse como uno de los Imperios más importantes de la región. Si bien lo griegos, ya habían pasado por Germania en uno de los primeros testimonios escritos del contacto cultural entre Roma y esta civilización, se le debe a Caius Iulius Caesar -quien casi quebrado financieramente– da con estos “exóticos hombres” por primera vez 4 (César, VI, ver.21). Según sus costumbres, tanto César como casi un siglo después Cornelio Tácito van a considerar a “los germanos” como simples y primitivos “salvajes”5 ; si bien con sus diferencias, ambos acuerdan en señalar a estas tribus en una esfera positiva y a la vez negativa. En su aspecto positivo, los nórdicos eran “valientes, habilidosos, y apasionados” mientras que en la negativa eran “salvajes, impulsivos, incivilizados, y carentes de razón práctica. Korstanje, 2008a). La idea de que marcaba la diferencia entre un grupo civilizado y otro incivilizado, era el comercio. En esta clase de transacción “ritual” el mundo mediterráneo exacerbaba “el uso de la razón como forma ordenadora del mundo” (Grimal, 2002. Korstanje, 2008a). Al respecto, Cornelio Tácito señala,

“todos tienen por vestimenta un sayo atado con un broche o, si no hay, una espina: desnudos en el resto del cuerpo, pasan días enteros junto al hogar y el fuego. Los más ricos se distinguen por una prenda no tan amplia como la de los sármatas o partos sino ajustada y que resalta cada uno de sus miembros. Llevan también pieles de fieras, los más próximos a la orilla sin darle importancia; los del interior, con mayor distinción, como es propio de quienes no tienen ningún otro refinamiento debido al comercio” (Tácito, XVII, ver.1-3, p. 53)6

Por otro lado y algunas décadas más tarde tras las derrotas de Varo y Lolio, en donde tribus marcómanas acribillaron y masacraron a tres legiones romanas incluyendo pretores y generales, Roma estableció un límite psicológico (limes) de “miedo y admiración” para con Germania (Suetonio, Augusto, XXIII) 7 . En este contexto, lo poco que se ha podido reconstruir de las costumbres germánicas (al constituirse como sociedades a-grafas) ha sido en gran parte por los textos latinos clásicos (aún con sus prejuicios y etnocentrismos). Sin embargo, tanto la matriz romana como la germánica poseían sus propias diferencias las cuales pueden ser estudiadas acorde al siguiente esquema analítico: a) la mitología, b) la división de géneros, c) los valores culturales, d) la organización política y e) el culto a sus muertos. Todos estos elementos (aunque hay otros también) han configurado las matrices de alteridad de ambas civilizaciones.

Definición de mito

Comprendemos con Eliade (1968) a la mitología o al mito como una historia fabulada situada en un contexto atemporal (siempre mejor al presente) la cual narra los orígenes del mundo y las prácticas de los primeros hombres o hazañas de seres extraordinarios cuyos componentes condicionan las prácticas sociales en la actualidad. Además, también como afirma Solá consideramos que cada pueblo puede ser estudiado y sus comportamientos explicados, por medio de un correcto análisis de su mitología (Solá, 2006). Pues entonces, ¿Cuáles son las diferencias en las mitologías nórdicas y latinas? En primer lugar, cabe aclarar que la mitología nórdica (a diferencia de latina) poseía ciertos matices y diferencias por la variedad y diversidad “étnica” de los mismos pueblos que comprendían a esta categoría social8 . En ciertos casos, los dioses predominantes eran  sumamente pacíficos como el caso de las tribus del norte (Escandinavia) quienes veneraban a Nerto (diosa de la fertilidad y los cultivos), Balder (dios de la luz), Freyja (diosa del amor) y Fricco (hermano de Nerto). 

Esta idea, nos habla de que en un origen las tribus escandinavas poseían una tendencia al cultivo como forma principal de economía (Meunier, 2007. Korstanje, 2008a). No obstante, las tribus del sur (sobre todo aquellas ubicadas en los límites con Galia y posteriormente con Roma), demostraban adorar a dioses con características bélicas como ser Wodan u Odín (dios de la Guerra y el comercio), Locki (dios del fuego), Thor o Donner (dios relámpago) entre otros. Por motivos desconocidos, pronto las pacíficas etnías del norte comenzaron a adoptar a Odín o Wodan como la principal deidad y a la vez a la guerra como su industria más importante (Branston, 1962. Meunier, 2007. Wilkinson, 2007. Korstanje, 2008a).

El poder de la mitología

Hechas las respectivas aclaraciones metodológicas, es conveniente desarrollar el tema y explicar como ambas estructuras (creencias) se articulan en la conformación de dos formas antagónicas del ver el mundo (cosmogonía y escatología). Veremos en las siguientes líneas como la mitología romana se constituye como netamente política mientras la nórdica hace referencia a la venganza como forma de regeneración (Rognarok). En este sentido, cuenta la leyenda greco-romana que Prometeo (hijo de Jápeto) desafía a Júpiter robando el fuego y dándoselo a los hombres; por su acto Júpiter (Zeus) lo condena a ser encadenado y picoteado por un águila devorando sus entrañas por las noches para luego ser regeneradas durante el día y para ser nuevamente devoradas a la noche siguiente. Es el mismo hijo de Júpiter, Hercules quien libera a Prometeo dándole muerte al ave (Solá, 2006). Desde una perspectiva exégetica, podemos conformar al mito de prometeo según el siguiente modelo: a) el fuego simboliza la tecnología, b) los hombres adquieren la tecnología por una lucha interna y política entre los dioses, c) al desprenderse de su castigo, Prometeo le ha dado al hombre (sobre todo a Roma) la posibilidad de dominar tecnológicamente el mundo natural y cultural. 

En este contexto, Roma no sólo se conforma como una gran estructura política (donde los hijos pueden derrocar a sus padres) sino además como la civilización que maneja las técnicas más sofisticadas de la época y a través de ellas “ordena” el mundo (y la naturaleza) circundante por medio de la razón (Korstanje, 2008b). En conjunción a lo expuesto, el mito homérico de Ulises como aquel eterno viajero, explica el profesor Ruiz Doménec, le ha dado primero a Grecia y luego a Roma la habilidad del asombro por lo desconocido:

 “La cultura greco-romana utilizó la figura de ese hombre ambulante para abrir un nuevo capítulo de la historia del mediterráneo; delimitó la geografía de la expansión marítima, fijó la frontera entre civilización y barbarie y situó la herencia griega como el punto de partida de un espacio común a los pueblos del mediterráneo” (Ruiz Doménec, 2004: 26).

Por el contrario, los dioses nórdicos (en su mayoría con la excepción de Baldiur) no  parecen ser muy sabios ni equilibrados.9 Su cosmogonía hace referencia a la humildad e insignificancia del hombre frente a la naturaleza y sus designios, la habilidad y el coraje como elementos distintivos entre los hombres, el linaje como forma “sagrada” de pertenencia, y la venganza como sistema de solidaridad. Si nos remitimos a la escatología, el “rognarok” hace referencia a la muerte de los principales dioses como Wodan, Thor, Locki, Freyja etc. Sin embargo, son sus respectivos hijos quienes encarnan la lucha contra los “vanes” y restauran el orden de los “ases” (vengando la muerte de sus padres. Branston, 1962. Meunier, 2006. Korstanje, 2008a). 

De lo expuesto se observan dos tendencias bien distintas: mientras los latinos se organizan como sociedad y construyen su mitología en base a criterios de poder y adulación, conflicto inter-generacional y tecnificación instrumental; los germanos se constituyen con arreglo a: el valor como expresión simbólica y distintiva entre los hombres, el linaje y la venganza como formas de solidaridad, y la pequeñez ante el mundo natural (Gerlomini, 2004. Korstanje, 2009). Asimismo, la diferencia entre el rol atribuido culturalmente a la mujer en un mundo como en-el-otro tenían también sus diferencias.

Fertilidad, división de sexos y trabajo

Quien viviera en Roma para el siglo I AC y declarara abiertamente “su amor por una mujer”, sería tildado de “afeminado” y excluido de la vida social de los hombres. Sin embargo, la elección sexual no estaba condicionada por moral alguna, un hombre podía escoger a una mujer como a un hombre sin recibir ese estigma. En este sentido, el rol de la mujer en la sociedad romana estaba subordinado al rol masculino y la figura del Pater familae; ello no significa que la mujer no tenía ingerencia en la vida de los hombres, sino solamente que “el amor romántico” para los antiguos romanos era algo repudiable; como así también el accionar de la mujer en la vida pública. Esta hipótesis es corroborada por la exclusión de las mujeres en la vida política de Roma, no existe evidencia alguna de emperatrices, pretores, ediles o cuestores correspondientes a éste género (Veyne, 1985. Robert, 1992. Coulanges, 2005. Paoli, 2007). En relación a los primeros años de roma como pueblo, el profesor Fustel de Coulanges sostiene:

 “la regla para el culto es que se transmite de varón a varón, y la de la herencia sigue la misma línea. La hija no tiene aptitud para continuar la tradición paterna porque se casa, y al hacerlo renuncia al culto de su padre para adoptar el de su esposo; no tiene por consiguiente ningún título para heredar” (Coulanges, 2005: 80).

En adición a lo expuesto, Enrico Paoli nos explica que “a diferencia de los griegos, que tenían a sus mujeres encerradas en casa y, si quedaban libres de sus negocios, no pasaban el tiempo en familia, sino que siempre estaban charlando por las tiendas, los romanos sintieron profundamente el atractivo de la vida doméstica. Este es uno de los aspectos más característicos de su civilización, y tanto, que aproxima a los romanos a la costumbre y a todos los sentimientos de nuestra época” (Paoli, 2007: 175). Para el caso germánico, la costumbre le daba a la mujer amplias facultades para celebrar los matrimonios de sus hijos, para trabajar o establecer prácticas de adivinación antes o después de la guerra (Meunier, 2006. Korstanje, 2009). Por otro lado, a diferencia del romano (varón) que trabajaba la tierra en forma sistemática por medio del cultivo intensivo, los nórdicos no parecen ser muy adeptos a la agricultura. Al respecto Julio César observa:

 “no tienen interés en la agricultura y la mayor parte de ellos se alimenta de leche, queso, carne. Y nadie tiene extensión determinada de tierra o campos propios, sino que los magistrados y jefes atribuyen cada año a los clanes y linajes…la extensión de terreno y ubicación que les parece, y al año siguiente los obligan a trasladarse a otro lugar. Aducen muchos motivos para esto: que no cambien adoptada la costumbre, el afán en la guerra por el trabajo en el campo; que no haya interés en adquirir grandes tierras y los más poderosos expulsen de sus posesiones a los más débiles… que no surja ningún deseo de dinero… La mayor gloria para las tribus es, después de haber devastado los territorios vecinos, tener a su alrededor la mayor cantidad de tierra desiertas. Por eso consideran propio de su valentía que los vecinos, expulsados, abandonen sus campos, y que nadie ose establecerse cerca de ellos” (César, I).

En este sentido, los testimonios de Tácito también corroboran el papel de la mujer y el trabajo en el mundo germánico:

“mientras los germanos no hacen la guerra, cazan un poco y sobre todo viven en la ociosidad dedicados al sueño y a la comida. Los más fuertes y belicosos no hacen nada; delegan los trabajos domésticos y el cuidado de los penates y del agro a las mujeres, los ancianos y los más débiles de la familia, languidecen en el ocio; admirable contradicción de la naturaleza, que hace que los mismos hombres hasta tal punto amen la inercia y aborrezcan la quietud” (Tácito, XV).

Si por otro lado, descomponemos y analizamos lingüísticamente el sustantivo trabajo y su artículo obtenemos un hallazgo formidable. La palabra trabajo en las lenguas romances (latinas) está acompañada de un artículo masculino: el trabajo (español), il lavoro (italiano) o le travail (francés) mientras que en lenguas germánicas se encuentra acompañado de un forma femenina, tal que: die arbeit (alemán), det arbejde (danés) y det arbete (sueco) (Korstanje, 2009). Este punto sugiere con cierta certeza que mientras las mujeres eran socializadas en las tribus germánicas para el trabajo, la situación era totalmente inversa en los grupos grecolatinos, donde las mujeres se veían recluidas al seno del hogar. No obstante, la figura del trabajo como forma social de organización en la antigua Roma, fue lentamente desdibujándose. 

La cantidad de esclavos y de clientes que empobrecidos o vencidos, pasaban a formar parte de las grandes urbes, las diferentes conquistas militares y extracción minera, fueron generando dos tendencias: una desapego por las elites patricias al trabajo en los campos junto con una paulatina imitación de los sectores medios; y por el otro la inserción del placer (en el otium) como forma hegemónica de dominio político (Robert, 1992. Paoli, 2007. Korstanje, 2009). Esta tendencia a considerar al trabajo como algo “indigno” del estatus y del prestigio será en la España medieval un valor adquirido a diferencia de Inglaterra y Francia en donde el trabajo se configura (en 180 grados) como una forma de posesión y humanidad. La creencia de que “el hombre podía poseer la tierra exclusivamente cuando hiciera de ella su trabajo es una característica ineluctable de los primeros colonos británicos y francos”.

Los valores culturales

Cuando nos referimos a valores culturales, hablamos precisamente de aquellos aspectos que tienen o adquieren un extensivo valor social. En este sentido, tanto para romanos como para los germanos, existían diferentes atributos los cuales eran valorados en mayor cuantía e intensidad que otros. Cuenta Livio que los hombres y mujeres romanos (sobre todos los patricios) tenían un exquisito gusto por el oro y la plata (Tito Livio, XXI, 60 y XXXIV, 43).

 Esto conllevó toda una estrategia política en donde Roma (tras la excusa de pacificar o civilizar un pueblo) tomaba presencia militar extrayendo sus metales preciosos y retornando productos elaborados o hábitos y costumbres de consumo conspicuo (Blázquez, 1989). La dominación de las “clases patricias romanas” ha sido extendida en tiempo y espacio, según Coulanges por dos motivos principales: la usurpación y administración de las tierras y los pueblos vencidos; y segundo, por un valor cultural propio del romano en admirar la riqueza y el prestigio que esta inspiraba. Escribe el autor,

“estas familias, enriqueciéndose más en cada generación, lograron una desmesurada opulencia, y cada una era una potencia ante el pueblo…el segundo motivo fue que el romano, aún el más pobre, tenía un respeto innato a la riqueza, y aun cuando hacía tiempo que había desaparecido la verdadera clientela, ésta resucitó bajo la forma de homenaje que se rendía a las grandes fortunas, estableciéndose el uso de que los proletarios fuesen todas las mañanas a saludar a sus ricos señores” (Coulanges, 2005: 350).

Luego de lo expuesto, cabe comprender que tanto los metales preciosos como las construcciones arquitectónicas daban al ciudadano romano cierto prestigio y estatus social. Por ese motivo, muchos ciudadanos se predisponían a imitar las pautas de consumo de las clases más privilegiadas. Los valores culturales centrales en la sociedad romana eran el poder, la racionalidad y la riqueza. La ostentación y los espectáculos o eventos públicos se convertían en los espacios rituales por excelencia para reforzar aún más las diferencias entre los hombres. Al respecto, Jerome Carcopino advierte,

“Among the ingenui, again, there existed a profound distinction between the
Roman citizen whom the law protected and the non-citizen who was merely
subject to the law. Finally, roman citizens themselves were classified and their
position on this ladder of rank determined by their fortunes” (Carcopino, 1956:
60).

El oro y la plata formaban parte no sólo de la ornamentación personal, sino de vajillas, platos y copas. En la vida cotidiana, los hombres acostumbraban a usar como distintivo anillos, mientras la mujeres joyas, y aros confeccionados con metales y piedras preciosas. Al respecto, el profesor Paoli sostiene,

“eran variadísimos los ornamentos femeninos: además de las sortijas, diferentes de la de los hombres, por estar más finamente trabajadas y hasta por la costumbre de grabar en la piedra preciosa una fórmula de buen augurio, las señoras llevaban evillas (fibulae), horquillas (acus crinales), cintas ornadas de oro y de piedras preciosas hábilmente insertas en el peinado (mitrae), pendientes (unaures), brazaletes (armillae)” (Paoli, 2007: 167).

Otro ejemplo de ostentación romana, fue la promulgación de la lex Oppia en el 215 AC, cuya finalidad era prohibir y recatar el uso de joyas y alajas que den ostentación de riqueza; sin embargo, para la era julia esta ordenanza había caído en desuso. En esta misma línea, Tácito se encontraba realmente asombrado del desconocimiento de las tribus germanas para con los metales preciosos; incluso en uno de sus pasajes cuenta como una copa de oro era usada por una familia dándole el mismo valor que a una construida con madera o barro:

 “Los dioses les negaron la plata y el oro; no se si por benignidad o por ira. Y, sin embargo, no afirmaría que en Germania no hace ningún filón de oro y plata …
no se interesan tanto por su posesión y uso: entre ellos, se pueden ver vasos de plata, dados como regalo a sus embajadores y caudillos, no son considerados menos viles que los fabricados en barro. Sin embargo, los que están cerca de nosotros aprecian el oro y la plata para fines comerciales y conocen y prefieren ciertos tipos de nuestra moneda” (Tácito, V, p.29)10.

Ahora bien, a diferencia de los romanos, los hombres germanos asignaban a sus armas, sus buques y/o manantiales de agua una carga simbólica muy intensa. Era propio de la cultura germánica creer que tanto los hombres como algunos de sus objetos (más preciados) poseían Macht (poder). Al igual que los celtas, los germanos al ser derrotados en batalla se rehusaban a entregar sus armas (Blázquez, 1989) (Meunier, 2006. Korstanje, 2008a).

El patronatus vs el hospicio

Entre las tribus germánicas, la organización socio-política estaba orientada a tres estratos principales: los nobles, quienes heredaban bienes por linaje materno cuyo valor y destreza en el campo de batalla era aceptado por todos los miembros de su clan; los guerreros, hombres libres portadores de Macht (poder), por lo general cuando surgía algún problema se reunían en asambleas denominadas (thing) en donde decidían junto con el jefe de la tribu las estrategias a seguir. Si en estas discusiones aparecían diferencias irreconciliables, éstas eran solucionadas por medio de un duelo conocido como holmganga; y finalmente, los esclavos u hombres no habilitados para portar armas. 

Es notable, que las tribus nórdicas no tuvieran presente a la esclavitud como una forma de organización y estratificación social; en ocasiones ni siquiera haciendo distinción alguna entre un guerrero y un esclavo. En consecuencia, estas tribus interactuaban recíprocamente por medio de una figura llamada hospitium. Desde una perspectiva política, aquellos pueblos que celebraban hospicio estaban “obligados” a ir a la guerra o acudir en ayuda de uno de los pueblos involucrados; mientras que a la vez, se comprometían en épocas de paz a recibir, albergar y ayudar a todos sus miembros cuando estuvieran en viaje. 

Por otro lado, los germanos acostumbraban a ser muy respetuosos de la hospitalidad, y cuando se aceraba un foráneo lo desafiaban (invitaban) a una competencia de habilidad; cada uno se presentaba y demostraba al otro cual era su virtud. Luego, disfrutaban de banquetes, aguamiel, y regalos en espacios destinados para tal fines denominados hof. Al respecto, Julio César afirma,

“no consideran lícito deshonrar al huésped; los que vienen a ellos, sea por la causa que fuera, son protegidos contra la agresión y considerados sagrados y todos les abren sus casas y se comparte con ellos el alimento” (César, VI).

En Roma por el contrario, los extranjeros no eran tan bien vistos y por regla general eran taimados, y/o robados o asesinados si no se presentaban con alguna protección de un ciudadano ilustre. A medida que el imperio fue creciendo, por el contrario, estas reglas de recipoprocidad fueron albergando a miles de visitantes extranjeros. Roma era un centro “turístico” por excelencia, y miles de “peregrinos” se aprestaban a recorrer sus calles (Paoli, 2006: 216). Sin embargo, a medida que las ciudades fueron convirtiéndose en grandes urbes, mayores fueron los problemas legales y las complejidades de las relaciones humanas  (Robert, 1992). Para el siglo primero AC, el pretor peregrino era el funcionario encargado de velar por la seguridad y los derechos del extranjero dentro de Roma (Mehesz, 1967). 

Por la diversidad que supondría una conglomeración cosmopolita como lo era Roma, la figura de la gens (linaje) comenzó a desdibujarse, llegando en ocasiones un ciudadano a venderse o en el extremo contrario a comparar títulos y honores (Robert, 1992). Empero para los germanos, el linaje familiar tenía una significación especial y los títulos no podían ser transferidos si no eran garantizados por el honor y el coraje, demostrados en el campo de batalla. El jefe guerrero, en la paz, era así acompañado por un grupo de seguidos o séquito; escribe Cornelio Tácito,

“cuando llega el momento de la batalla, es vergonzoso para el caudillo ser vencido en valentía, vergonzoso para el cortejo no igualar la valentía del caudillo. Pero infamante para toda la vida y oprobioso es haber regresado de la batalla como sobreviviente del caudillo: el máximo juramento es defenderlo, protegerlo, incluso asignar su gloria a las hazañas propias; los caudillos combaten por la victoria, los compañeros por el caudillo” (Tácito, XVI, 1, p.47)11.

Entre los estratos sociales romanos más conocidos, observamos a los hombres de estado, patricios o nobles, plebeyos, esclavos, clientes, y libertos. Cada uno de ellos con rangos, intereses y poderes diferentes (algunos incluso carentes de él). Como puede observarse, a diferencia de los germanos, luego de cada batalla una cantidad importante de enemigos capturados pasaban a formar parte de una fuerza de trabajo especial como “esclavos”. El mismo era parte del patrimonio del amo, y en raras ocasiones era maltratado e injuriado. 

Asimismo, no cualquiera podía ser un esclavo, ya que había que cumplir con el requisito de haber sido vencido en el fragor del combate (Paoli, 2006). Si bien, Roma como civilización practicaba en sus comienzos el hospitium, para la era imperial esta figura fue reemplazada –en una cuestión operativa– por el patronatus. Éste último, consistía en darle a una ciudad el nombre de un “protector” romano (pater) para quedar finalmente bajo tutela militar y política del Imperio. Si una ciudad bajo patronatus era invadida por otra tribu, Roma legitimaba y justificaba su intervención militar directa. 

En este sentido, José María Blázquez sostiene que una de las estrategias hegemónicas del Imperio fue establecerse en las zonas estratégicamente convenientes y mediante la imposición del Patronatus evitar que éstas celebren hospitium y se aliasen con otras tribus. Algo muy similar a lo que va a hacer muchos siglos más tarde España entre sus virreinatos durante la regencia de los Austria (Imaz, 1984). De esta manera, se aseguraban una justificación (racional) en caso de intervención (Blázquez, 1989: 131)12. 

En resumidas cuentas, las ideas de “asimilación cultural”, “humanidad”, “progreso” y “civilidad” iban unidas al grado de “aculturación o romanización” establecidas en cada región; y ésta a la vez, a los intereses políticos del Imperio para con los recursos económicos de la zona en cuestión. Quienes vistiéranse como romanos, practicasen las formas de recreación romanas y abrazasen sus costumbres, la “ciudadanía” y el estatus de “hombre” que ella significaba, era el mayor galardón (Álvarez, 1963. Balbín Chamorro, 2006). Por último, cabe señalar que tanto la esclavitud (en Roma) como su ausencia (en Germania) tenían una estrecha relación no sólo con la forma de producción económica de cada una de estas civilizaciones, sino con su matriz religiosa. 

Basados en una mitología netamente vengativa, es extraño observar que los germanos tomaran prisioneros de guerra ya que suponían éstos en algún momento les causarían un daño mayor al recibido. Por ese motivo, eran ajusticiados teniendo en cuenta ciertos requisitos religiosos para evitar que el “espíritu del enemigo” retornara del Valhalla a vengar su muerte. Consecuentemente con lo expuesto, la esclavitud (aun cuando escasa) en Germania adquiría una naturaleza diferente en comparación con la “ostentosa Roma”. 

No necesariamente, esclavo era aquel vencido en batalla, sino el individuo que empobrecido (por diversas razones) debe emigrar de una tribu a otra. Esta característica semi-nómada en las sociedades nórdicas ha sido una de las causas por las cuales se ha conformado un “miedo ancestral” por los muertos; en cambio por ser una sociedad sedentaria los romanos veneraban a sus difuntos y suplicaban su protección (Belting, 2007).

Por otro lado en Roma, no sólo la esclavitud sino también la escenificación del ocio en los combates de gladiadores (involucrando esclavos) recordaban su “magnificencia y poder” sobre el resto del mundo conocido (Korstanje, 2008a. Korstanje, 2008b). Por su parte, los reyes germánicos (a diferencia de los emperadores romanos) no poseían una jurisdicción divina desde el momento en que no se proclamaban deidades vivientes; a tal efecto tampoco construían grandes monumentos en honor a la deidad que ellos representaban. Con respecto a Roma cuenta Suetonio, que Augusto se consideraba descendiente directo del Dios Febo (Suetonio, Augusto, XLIV-XLV). Esta diferencia entre (y otras) una y otra civilización en cuanto a los lazos de solidaridad y organización socio-política van a estar presentes en España como en Inglaterra, y Francia. Finalmente, España va a reivindicar mitícamente “la gloria de Roma y de Augusto” en su campaña a América estableciendo diferentes estrategias (de control centralizado) para la dominación como la imposición de la religión; mientras que los anglosajones (Inglaterra) y los francos (Francia) harán lo propio reivindicando la posesión territorial mediante el trabajo y el cultivo de la tierra (desde una perspectiva descentralizada. Pagden, 1997)

El culto a los antepasados

La mayoría de las tribus del planeta y a través de la historia han tenido un sentimiento de admiración o de temor para con las figuras de sus muertos y/o antepasados. El profesor Belting sugiere que aquellas sociedades iniciadas bajo una dinámica nómada o semi-nómada adquirieron un miedo sustancial hacia sus muertos, mientras que por el contrario aquellas sedentarias establecieron todo un sistema cultural acorde al respeto y valoración de los antepasados (Belting, 2007). En las sociedades nórdicas, existía un creencia bastante difundida en que el hombre además de su espíritu poseía un Macht (o segundo yo). Si éste tenía “la habilidad” de manejar su macht podía representarse a través de su filgia. Los sueños o la muerte, no parecían una barrera entre el mundo sagrado y el profano, desde el momento en que por el uso de la filgia una persona podía presentarse, mover objetos y hasta combatir. 

Por ese motivo y basados en una mitología netamente vengativa, los guerreros nórdicos no tomaban grandes cantidades de esclavos (vivos), y por otro lado, tomaban el recaudo de cortarle la cabeza a sus enemigos como modo profiláctico para evitar su regreso del más allá; a este culto se lo conoció como la “filgiur kultur”. Esta especie de estrategia de “exterminación” les dio mala fama a los suevos o sajones y sirvió para que Roma creara ciertos estereotipos ideológicos que resaltaban aún más su inhumanidad, no era más que una creencia sagrada; el enemigo vuelto a la vida, era sumamente peligroso para el hombre germano pues lo hacía con ansias de vengar su muerte (Meunier, 2007. Korstanje, 2008a. Korstanje, 2008b). Pero en Roma, el culto y el respeto a los antepasados se presentaban en posición de 180  grados si lo comparamos con el caso que acabamos de mencionar. Cada hogar poseía un “fuego” dedicado a la diosa femenina Vesta, tenía un sacerdote el cual en sus comienzos fue “el pater familae” (o padre de la familia); por medio de la manutención y el culto al fuego sagrado, el sacerdote imploraba la guía, el perdón y el asesoramiento de los antepasados. 

Las diferentes ofrendas puestas a disposición de los difuntos (por la misma gens) garantizaban e invocaba la protección en el mundo de los muertos. Por el contrario, si el fuego se extinguía la familia estaba obligada de disolverse y pasar a venderse como clientes en otras gens (Coulanges, 2005. Solá, 2006). Sin embargo, las costumbres familiares y la devoción a los muertos fueron modificándose o cayendo en desuso con el transcurrir del tiempo; así Coulanges sostiene que,

“considerados los muertos seres sagrados, recibían los nombres más respetuosos, llamándolos buenos santos y bienaventurados y merecían toda veneración que el hombre puede profesar a una divinidad a quien ama o teme” (Coulanges, 2005: 36).

Sin miedo al error y para la era imperial, al momento de iniciar un viaje con destino fijo o incierto, muchos romanos imploraban protección de sus “dioses lares”; los cuales no eran otra cosa que la modificación de los propios antepasados. Mercurio, dios de los lares, protagonizaban un papel fundamental en ayudar que los viajeros no se perdieran o resultáse sin ningún daño de la travesía; por lo general, entre los diferentes puntos geográficos de salida y llegada existían capillas dispuestas con un lararium, en donde el viajante podía dar sus ofrendas y gracias a los dioses por encontrarse en buenas condiciones (Solá, 2006). 

Empero, ¿que relación existe entre los aspectos analizados con las diferentes estrategias de dominación seguidas tanto por Francia, España o Inglaterra en América?, ¿realmente han influido estas variables en la forma de construir alteridad por parte de estos países? Los avances técnico-instrumentales legados por Roma combinados por una “eterna curiosidad”, despertaron en Europa un “espíritu del mediterráneo” una forma específica mitopoiética de identidad. La cultura greco-romana ha estado presente (para bien o para mal) en toda Europa, desde Britania hasta Tracia, sin embargo es en España y en la Península Ibérica, donde sus premisas póstumas van a ser organizadas y articuladas políticamente.

 Luego de la invasión “vikinga” (S VI DC) y posteriormente la “musulmana” (S. VIII) la península se convirtió en un espacio de tensión entre el modelo europeo (romano-germánico) y el islámico. La resistencia (religiosa) y el patriotismo español se remitieron a la creación de estructuras míticas para crear una identidad común y una construcción cultural específica: La España de los Reyes Católicos (Ruiz Doménec, 2004: 31-35). Esta compleja elaboración le permitió a España crear un puente (ideológico) entre su propia estructura y la Roma Imperial de la dinastía Julia. Conformada una identidad común, al igual que Ulises, se predispusieron a la exploración, creación e invención de nuevos mundos para legitimar su propia estructura administrativo-simbólica (Ruiz Doménec, 2004: 36).13

La construccion de la alteridad

En forma general, dentro de los procesos de etnogenesis de los diferentes pueblos existe una variada gama de elementos intervinientes; diferentes pueblos o grupos humanos se unen para conformar una “mismidad” en referencia a “otro” u “otros” con los cuales dialogan por oposición. Así, España a lo largo de su larga historia fue conformada por astures, vascones, latinos, vándalos, musulmanes, beréberes, godos, suevos, cántabros, reforzados por una invasión “franco-carolingia” en el 778 DC; Inglaterra, por sajones, anglos, brigantes, trinovantes, romanos, icenios, jutos, bretones y vikingos; Francia hacía lo propio juntando etnias tan diversas como francos salios, bretones, galos xenones, nervios, romanos y normandos entre otros muchos más. Como acertadamente afirma Briones, todas estas diferencias culturales quedaron invisibilizadas tras la fusión de una sola figura indentitaria conformada por la Nación (Briones, 1988). 

De todos modos, esta suerte de “herencia” cultural o matriz identitaria va a presentar reminiscencias de identificación ancestral. En otras palabras, España se va a identificar con la organización política de la Roma Imperial y va a proclamar para sí misma, todos los artilugios legales por los cuales Roma se hacía para mantener la estabilidad institucional (Ruiz-Doménec, 2004). En efecto, el imperium, término que en un principio adquiría en el mundo antiguo una connotación religiosa y hacía referencia a la jurisdicción y entendimiento del magistrado romano sobre los hechos que acontecen; en los discursos humanistas del siglo XV y XVI va a adoptar una característica socio-política en cuanto a una soberanía específica (Burckhardt, 1985. Pagden, 1997: 25). En este sentido, el historiador Anthony Pagden nos explica

“imperium poseía otros significados, dotados de más sutiles matices. El sentido etimológico de la palabra es orden o mandato. En principio, por lo tanto un Emperador, imperator, había sido simplemente la persona, generalmente una entre tantas, que ostentaba el derecho de ejercer imperium…dado que todos los imperios se iniciaron con conquistas, la asociación del imperio, entendido como dominio territorial ampliado, con gobierno militar, ha pervivido tanto como el propio imperialismo. Los emperadores romanos, empero, no eran sólo generales. Con el tiempo se convirtieron también en jueces y, si bien la célebre frase del Digesto que afirmaba que el príncipe era un legislador no obligado –princeps legibus solutus– originalmente sólo eximía al emperador de ciertas normas, pasó después a implicar la existencia de una autoridad legislativa suprema” (Pagden, 1997: 27).

A tal punto, que este término (tan usado en la antigüedad clásica) fue rápidamente identificado con la monarquía. La distorsión fue, que la aplicación clásica de imperium sólo era plausible en Roma bajo territorios regidos por autoridad legislativa y no sobre los hombres. Más específicamente, su razón de ser era la unión, el vínculo y el equilibrio entre los diferentes pueblos “racionales” y Roma (civitas). En España, el término va a tomar un sentido totalmente diferente; traída la “gloria romana” por los pensadores humanistas del siglo XV, España va a confeccionar todo un orden “mítico y discursivo” al proclamarse “heredera de Roma”; no bajo un criterio de relación sino más bien hegemónico (como ya se ha mencionado). Al respecto afirma el profesor Pagden:

 “en la mitología fundamental del imperio romano había otro componente que facilitó una absorción relativamente sencilla de la teoría clásica del Imperio por parte de sus sucesores cristianos. El que el Imperium hubiera extraído la legitimidad de su ilimitado poder político de una única cultura moral se debió a que dicha cultura estaba basada en la pietas, cuyo arquetipo había sido Eneas de Virgilio… la pietas denotaba la lealtad a la familia y a la comunidad en general, junto con la estricta observancia de las leyes religiosas de dicha comunidad” (Pagden, 1997: 45).

Se entabla de esta manera, todo un debate en el seno de España para confirmar en el plano de las ideas, las estrategias seguidas por los monarcas en el plano de la práctica política. En este punto, es interesante observar que tanto los pensadores franceses como ingleses (fieles a su arquetipo nórdico y franco), le critican a España una falta de sustento en su desarrollo teleológico en cuanto a que la religión (pietas) no puede legitimar la ocupación militar en las América (bajo la lógica del patronatus). Desde esta perspectiva, se considera que los “habitantes del nuevo mundo” no reconocen la autoridad proveniente de los dogmas cristianos, por lo tanto ni España ni Portugal tienen autoridad sobre ellos. Tanto para los sajones como para los francos, sólo el trabajo de la tierra daba derecho de posesión y/o soberanía territorial (bajo la dinámica transaccional del hospitium); puede entonces observarse cierta analogía entre el hombre, la mujer, la patria y el trabajo (Pagden, 1997. Korstanje, 2007). 

Otro de los mecanismos utilizados por España para legitimar su accionar político en América, fue la infravaloración “de los habitantes autóctonos” por medio de ciertos constructores sociales (particulares) y evocados como principios naturales de humanidad (universales). Al desconocer de hecho, los “principios” de libre tránsito (indo europeos) por el cual un pueblo debe dejar pasar por su territorio a aquellos viajeros quienes prosiguen viaje hacia otro territorio, los “indios” fueron estigmatizados como “sub-humanos”. Si partíamos del supuesto, que la racionalidad era el elemento por el cual se marcaba la distinción entre los hombres, y ésta a la vez, estaba unida al conocimiento de las “leyes naturales” como la del tránsito, no ser hospitalarios con viatores españoles se configuró en un rasgo de irracionalidad, y en consecuencia de “animalidad y salvajismo” (Pagden, 1997. Korstanje, 2007). Por el contrario, los ingleses y franceses, organizaron su discurso bajo la figura de la colonia. Los derechos de dominia, no seguía una lógica de triunfo militar, sino de explotación del suelo y de poblamiento del mismo. 

De esta manera, el interés principal de los “colonizadores” no era la extracción metalífera sino la transacción económica entre las metrópolis y sus colonias (psicológicamente una relación similar entre madre a hijo). Así, la organización política tanto de Estados Unidos y Canadá se dio bajo cierta autonomía con respecto a las metrópolis europeas. Éstas (las colonias) proveían a su madre patria de materiales básicos para la confección de bienes elaborados los cuales eran insertados nuevamente en el circuito de transacciones entre ambos actores. Así, el principio sagrado de “exclusión” y “exterminio” continuaba presente en los pueblos nórdicos los cuales llegaban de a miles a América, mientras que la Subordinación Imperial (Imperium) hacía lo propio en España y Portugal; como sugiere bien Anthony Pagden:

 “los ingleses, los daneses y los franceses habían masacrado o bien expulsado a los indígenas de las tierras donde se habían asentado. Los españoles, en cambio, los habían transformado en súbditos últiles” (Pagden, 1997: 159).

La soberanía, y la forma de gobierno era un asunto propio de los “colonos” de las Amé- ricas y no de las potencias europeas (formación descentralizada). Esta clase de refundación de los valores europeos en América, que estaba tan presente en los colonos británicos, fue en parte una de las características que dio vida a los Estados Unidos como estructura hegemónica pero autónoma a la vez. Así, continúa Pagden:

 “de acuerdo con su historiografía, los primeros colonos ingleses no sólo habían sido individuos que actuaron por impulso propio; invirtiendo capital propio. También habían ido, precisamente por ello, a América no con intensión de conquistar, como habían hecho sus vecinos; habían ido a cultivar y habían mejorado. No habían ido a perpetuar una sociedad europea ya corrompida por las ambiciones absolutistas (y continentales) de la monarquía de los Stuart; habían ido a construir una nueva, y más justa, que luego sería republicana” (Pagden, 1997: 168) 14

Luego de su “penoso” proceso independentista y de su prolongada lucha civil, la identidad estadounidense y su famoso “melting pot” se habían construido por medio de la “visibilidad” de los diferentes grupos humanos implicados mediante procesos de segregación y/o exclusión definidos. Por el contrario, en Argentina los procesos de alteridad habrían de llevar a la “invisibilidad” de lo no europeo. En Brasil, el tercer caso en comparación, se reconoció un mestizaje pero bajo un orden pigmentocrático de subordinación (Segato, 1999. Imaz, 1984). Como acertadamente, afirma el profesor Imaz (1984), el “mestizaje” de los españoles con los pueblos ocupados, no es una variable que explique la aceptación de “esa alteridad” mucho menos que se refiera a la “tolerancia” política; sino sólo a una diferencia de posición (estatus) con respecto al establecimiento de nuevo orden, con su religión y su historia: la ibérica. 

En consecuencia, los españoles quienes ya tenían una experiencia previa con respecto a la dominación territorial del otro (el caso musulmán y bereber), utilizaron la religión y la educación como mecanismos de control social (Imaz, 1984. Calvo, 1996). Si bien los diferentes procesos de miscegenación y construcción identitaria en América fueron variando (regionalmente) coinciden con dos tipos ideales bien distintos: a) el latino, el cual presupone una aceptación bajo la lógica de la dominación y b) el nórdico, excluido de cualquier tipo de aceptación por linaje. Ambos concordaban en señalar la “subhumanidad del indio”, pero mientras los primeros adoptaron una actitud de “tutelaje” e inclusión territorial, los segundos escogieron la “segregación” geográfico-espacial. Así, en el caso hispánico (al igual que Roma) predominó la visión de “la gloria militar o el Imperium” (luego reforzado por la imposibilidad india por comprender el libre tránsito) mientras en el caso anglo-sajón y franco se instauró el derecho al trabajo como forma de civilidad y/o apropiación del espacio (Pagden, 1997) 15.

 El reino de España (también como Roma) había puesto todos sus esfuerzos en vincular su acción colonizadora (de estirpe militar) a través de la religión (católica). Claro que esta “catolización” en América, no sólo fue parcial y fragmentada, sino que además dio como resultado verdaderos procesos de sincretismo con las ancestrales creencias de los “pueblos indígenas” (Cordeu, 1969. Imaz, 1984. Calvo, 1996. Pagden, 1997). 

En contraposición, tanto Francia como Inglaterra (como sus ancestros sajones y francos) ni estaban interesados en el “sincretismo religioso” mucho menos en el “mestizaje étnico”, estableciendo verdaderos círculos de visibilidad y exclusión (Pagden, 1997). Querer ser “inglés” no era una condición  suficiente para convertirse en “inglés”; al igual que la matriz nórdica la pertenencia se construía por linaje y no por adopción16. Cabe aclarar, que el modelo propuesto se ha llevado a cabo por medio de “tipos ideales” lo cual supone, como limitación epistemológica, que existe una variedad abundante de matices y posiciones intermedias. 

No obstante, por otro lado nos ayuda a comprender una realidad muy compleja y extensa de estudiar; nuestra hipótesis se orienta a que la colonización europea en América se ha llevado a cabo siguiendo ciertas matrices de alteridad propias de la Europa antigua; y a las cuales llamaremos “matrices de origen”. Es de imaginarse que tanto la “matriz de origen” germánica como la latina fueron construyendo (simbólicamente) una imagen tanto el Imperio Español como del Francés o el Británico. 

Esta conformación cultural e identitaria se ha desempeñado en América en cuanto a otro interactuante, “el indio”; frente a este “extraño” los diferentes imperios fueron creando figuras marcativas y discursos ideológicos cuyo objetivo se orientaba a legitimarse política e institucionalmente; las líneas de acción por parte de los aparatos administrativos (posteriores) para con los “indígenas” han sido variadas; en ocasiones excluyéndolo, como es el caso de los Estados Unidos; en otras haciéndolos invisibles como el estado argentino o visibilizándolos como un objeto “fetiche” para el caso brasilero (Segato, 1999). En el sentido expuesto, la mito-praxis se conjuga con el “utilitarismo” de la conciencia histórica dando lugar a verdaderas formas de comprender el mundo. Como acertadamente, sostiene Sahlins (1988: 13):

“el sistema simbólico es sumamente empírico. Somete sin cesar las categorías reconocidas a los riesgos mundanos, a las inevitables desproporciones entre los signos y las cosas; mientras que a la vez, permite a los sujetos históricos, singularmente a la aristocracia heroica, construir creativa y pragmáticamente los valores vigentes”.

En otras palabras, los diferentes imperios evocaron diferentes elementos (discursivos) cuya simbología acudía a actores históricos, cuyo papel fue transformado y elaborado acorde a los intereses intra-específicos de cada uno de los órdenes políticos en cuestión. Por un lado, mientras el “gran Octavio-Augusto” fue presentado como el “pater patriae” del Imperio español legitimando la monarchia universalis, los francos y sajones propugnaban la idea mito-poética del linaje femenino por medio de la figura de la “madre patria” (Pagden, 1997).

 A tal efecto, tanto los ingleses como los franceses establecieron con sus metrópolis una relación comercial-transaccional la cual (incluso) persistió luego de los procesos independentistas. Como nos explica Imaz (1984), en las disputas fronterizas entre Estados Unidos y Canadá, ambos acudieron a la Corona Británica para arreglar sus diferencias. Por el contrario desde el siglo XIX y hasta mediados del XX, los pueblos hispanoamericanos dudosamente pidieron la mediación de España en sus conflictos geo-políticos. El nexo psicológico entre España y los “emergentes” países latinoamericanos –luego de sus respectivas independencias– había quedado truncado. En este punto, si bien Imaz narra con elocuencia la forma en que se fueron dando los procesos de identificación en Ibero América, no puede precisar las causas que le dieron origen al fenómeno17. Por ello, la tesis del presente trabajo sugiere que las diferentes prácticas hegemónicas tanto de España como de Inglaterra y también de Francia (tanto en sus similitudes como diferencias) no pueden explicarse sino a través de nuestro modelo teórico y la relación de los intereses políticos con los arquetipos míticos (Eliade, 1968. Sahlins, 1988. Korstanje, 2007).

Conclusión

Los grupos humanos fijan sus solidaridades, por medio de eventos míticos los cuales adquieren una muy alta carga emotiva. En los procesos de etnogenesis diversos grupos humanos se funden (arbitrariamente) para dar nacimiento a una forma más compleja de valoración e imagen: la identidad (Bartolomé, 1997). Este proceso (a la vez) dialoga con su homólogo, la alteridad. Ambos mecanismos son reduccionistas desde el momento en que “invisibilizan” o “excluyen” de su construcción “ideal” ciertos elementos culturales de otros pueblos. En efecto, diversos autores se orientan en señalar que la conquista de América ha variado en cuanto a la región colonizada y al colonizador; en este sentido tanto España como Inglaterra han desembarcado en el nuevo mundo construyendo “alteridad” de una manera específica (Imaz, 1984. Briones, 1988. Calvo, 1996. Pagden, 1997). Empero, los aspectos que todos estos estudios no precisan, son los elementos arquetípicos tanto de la cultura latina como nórdica, para construir la “otreidad” y su influencia en los procesos históricos de conquista colonial; paradójicamente los esfuerzos de la disciplina por demarcar las características distintivas del “cuarto mundo” (Briones, 1988), ha conllevado a una unificación conceptual parcializada de lo “europeo”. En consecuencia, tanto la matriz romana como la germánica han estado presentes e interactuando en la conquista de América acorde a los siguientes elementos analíticos (ya discutidos): a) la mitología, b) la división de géneros, c) los valores culturales, d) la organización política y e) el culto a sus muertos. Todos estos elementos (aunque hay otros también) han configurado las matrices de alteridad de ambas civilizaciones. Aun cuando cabe aclarar que el modelo propuesto se ha llevado a cabo por medio de la construcción “tipos ideales” arbitrarios, por otro lado nos ayuda a comprender una realidad muy compleja y extensa de estudiar; nuestra hipótesis se orienta a que la colonización europea en América se ha llevado a cabo siguiendo ciertas matrices de alteridad propias de la Europa antigua; y a las cuales llamaremos “matrices de origen”. Esto a su vez, despierta toda una serie de interrogantes secundarios los cuales se mencionan a continuación: ¿qué papel ha jugado la cultura céltica en la organización los Estados Unidos?, y ¿por qué ha sido invisibilizada por la matriz nórdica?; por último en la actualidad ¿qué influencias demuestra la matriz nórdica en la construcción del otro dentro y fuera de los límites de Estados Unidos?, ¿qué papel juega el cine en esa construcción? Consideramos, por lo expuesto, oportuno finalizar el trabajo de referencia con una frase del profesor Francois Hartog, citada por el catedrático español Ruiz Doménec en su excelente obra El Mediterráneo,

“si nos atenemos a las brillantes conclusiones de Francois Hartog, la noción del otro es una argucia del logos occidental para favorecer su idea de una perfectibilidad ilimitada de los seres humanos y la marcha irrefrenable de la civilización apolínea sobre las demás, consideradas extranjeras, es decir,  bárbaras. Una ilusión presentada por el humanismo como una excelente herramienta metodológica del historiador moderno, aunque hoy se valora más bien como un emisor del colonialismo” (Ruiz Doménec, 2004: 16).

Citas Bibliográficas

1 Según la tesis de Bonfil Batalla, los mestizos fueron una creación aculturada entre colonizadores o colonizados; su función social no era de intermediario sino de estrato subordinado al “orden blanco” y ejecutor de sus líneas estratégicas. Claro, que como el autor mismo reconoce la posición o jerarquización va a ir variando de sociedad en sociedad. En este sentido, tanto la miscegenación como la aculturación poseían fines políticos específicos.

 2 Las tribus germánicas estaban conformadas por diversos grupos humanos, algunos tan distantes como los sajones (nórdicos) y los godos (orientales). Básicamente, su composición se ha clasificado según la lengua –debido a su carácter semi-nómada– en tres secciones: los germanos orientales (godos, cuados, marcomanos, vándalos, burgundios, visigodos y ostrogodos), los nórdicos (vikingos, jutos, anglos, sajones, varnios) y los occidentales (francos, turones, teutones, frisios, lombardos, ubios, suevos, angrivarios, camavios entre otros).

 3 Si bien los autores citados, en sus respectivas obras, han realizado una distinción entre la colonización anglosajona e hispánica en América, ninguno se ha remitido a los modelo míticos arcaicos de ambas civilizaciones, incluso en ocasiones confundiéndolos entre sí o ubicándolos en una misma categoría. Según nuestra hipótesis las diferencias en la forma de conquista no se deben a estructuras históricas del momento en que ésta se llevó a cabo, sino a elementos culturales más antiguos como la mitología, el linaje, la composición familiar, la división de género y las matrices de alteridad.

4 Los generales romanos acostumbraban a guardar en libros todas sus experiencias dentro y fuera del campo de batalla, constituyendo a los testimonii (trad. como comentarios) en verdaderos registros etnográficos de las costumbres de los pueblos en la antigüedad.

5 Cabe distinguir la noción de “salvaje” de la de “bárbaro”. El bárbaro es un estereotipo fijado hacia todo extranjero, mientras que el “salvaje” se le aplica a ciertas tribus de extranjeros, carentes de razón.

 6 De fuente directa, Tácito advierte “tegumen ómnibus sagum fibula aut, si desit, spina consertum: cetera intecti totos dies iuxta focum atque ignem agunt. Locupletisimi veste distinguntur non fluitante, sicut Sarmatae et Parthi, set stricta et singulos artus experimente. Gerunt et fararum pelles, proximi ripae neglegenter, ulteriores exquisitus, ut quibus nullus per comcercia cultus» (Tácito, XVII, ver. 1-3, p. 52).

7 Según fuentes de la época, en Cayo Suetonio está escrito que Octavio “se dejó crecer la barba y los cabellos durante muchos meses, golpeándose a veces la cabeza contra las paredes, y exclamando Quintillo Varo, devuélveme mis legiones. Los aniversarios de este desastre fueron siempre para él tristes y lúgubres jornadas”. Luego años más tarde, recomendó a su sucesor Tiberio Nerón no cruzar los límites del Rin.

8 Es interesante remitirse al estudio etimológico del término germano y a la discusión que éste genera. Tres interpretaciones sobre el origen de esta palabra coadyuvan en sostener diferentes hipótesis: a) la palabra deriva del sajón Heer (Guerra) y Mann (hombre) por tanto significa guerrero. b) deriva el término del gaélico “Carmanus” que significa los que gritan; es posible este haya sido un gesto intimidante de los germanos al ir a batalla; y por último c) la palabra latina “Cormanus” que quiere decir “Los que hablan con el corazón en la mano”. Claro que los germanos como grupo estaban realmente formados por una infinidad de tribus tales como los suevos, burgundios, márcomanos, ubios, jutos, vikingos, anglos, suevos, godos, lombardos, francos, frisios, sajones, alamanes, vándalos, teutones, gépidos, cimbros y bátavos entre otros tantos.

9 Es el mismo Thor y su imprudencia quien desencadena la lucha final (rognarok) entre los dioses (Ases) y los demonios (Vanes. Meunier, 2006)

10 De fuente directa Tácito escribe “argentum et aurum propitiine an iratí dii negaverint dubito. Nec tamen adfirmaverim nullam Germanie venam argentum aurumve gignere… possessione et usu haud perinde adficiuntur: est videre apud illos argentea vasa. Legatis et principibus forum muneri data, non in alia vilitate quam quae humo finguntur. Quam proximi ob usum comerciorum aurum et argentum in pretio habent formasque quasdam nostrae pecuniare agnoscunt tque eligunt» (Tácito, V, p.28).

11 De fuente directa Tácito escribe “cum ventum in aciem, turpe principi virtute vinci, turpe comitatui virtutem principis non adaequare. Iam vero infame in omnem vital ac probrosum superstitem principi suo ex acie recessisse: illum defendere, tueri, sua quoque fortia facta gloriae eius adsignara paecipuum sacramentum est; principes pro Victoria pugnant, comites pro principe” (Tácito, XIV, 1,p. 46)

12 El autor también acepta que la figura del Patronatus era aplicada según conviniera a los intereses políticos de Roma. Se han descubierto casos como en Hispania, en donde Patronatus y Hospitium coexistían aplicándose indistintamente según fueran las situaciones.

13 Cabe aclarar que si bien la identidad godo-germánica se ha perpetuado en el imaginario colectivo peninsular en la Edad media, sólo la evocación fragmentada de Roma permitió a España la unificación imperial. Frente al musulmán, el arquetipo godo, carecía de la fuerza suficiente como para homogenizar a todos los grupos humanos que convivían en España. Las dos estructuras económicas (musulmana e ibérica) fueron sustancialmente modificadas; para ser más específicos luego del siglo VIII DC, el excedente de capital, tanto de un lado como del otro de los ríos Duero y Ebro, cambio la tradicional agricultura de riego (legada por los suevos y godos) por una forma de comercio más compleja basada en el uso del esclavo y la extracción minera (legado de Roma). En resumidas cuentas, la constante lucha entre “cristianos” y “musulmanes” tras su fachada religiosa adquiría un trasfondo marxiano, el acaparamiento de los excedentes producidos para jerarquizar a la sociedad entre dominadores y dominados. Al igual que Roma y el espíritu helénico, tras la intervención del Imperio “francocarolingio” España conformó sus primeros pasos por medio del “dominium”; pero esta figura histórica fue  creada al antojo del poder imperial medieval y poco tenía que ver con el sentido greco-latino (Ruiz Doménec, 2004:50-52).

14 Los testimonios de Pagden, pueden ser comparados con la estructura mítica germánica del Rognarok, el cual supone la regenarción del mundo por medio de la acción purificadora del fuego. Dentro de esta mitología, la corrupción de las costumbres humanas es un signo inequívoco de la presencia del Rognarok (ocaso de los dioses) para dar lugar al nacimiento de un mundo más “justo”.

15 Ambas potencias en sus respectivas épocas enfrentaron antes del proceso colonizador en América un conflicto interno de (gran impacto) el cual ayudo a forjar sus identidades religiosas; entre 1490 y 1492 España lleva a cabo una campaña masiva hostil contra “musulmanes y judíos” obligándolos a la conversión forzosa o al exilio. En un sentido análogo, Inglaterra experimenta una sangrienta crisis entre católicos y protestantes durante el reinado de Isabel I (1533-1603). La consolidación de la dinastía Tudor en manos de Isabel, da comienzo a lo que los especialistas conocen como “El Imperio Británico”.

16 La idea de civilización en el Imperio Español era semejante al romano; con la voluntad y el esfuerzo necesario un “salvaje” podía ser educado, civilizado y re-insertado sin importar su grupo étnico de nacimiento. Además, el criterio que definía la pertenencia a la civitas no era biológico ni natural, sino el uso de la razón. En los sajones y francos, al igual que en sus ancestros, la diferencia no podía ser dejada de lado ya que estaba constituía sobre criterios adscriptos de “linaje y sangre”, simplemente se era o no de nacimiento. Esta tensión entre ambas matrices, va a observarse en la edad medieval tras la conquista normanda en Inglaterra y las diferentes rebeliones sajonas y vikingas, aunque ese es tema para otro trabajo.

 17 El autor de referencia sugiere como variables explicativas de las diferencias tanto de España como de Inglaterra en los procesos de conquista, en primer instancia al momento histórico en el cual se llevaban a cabo las mismas; en segundo a los objetivos que movieron ambas colonizaciones; es decir para el caso de España una meta de posesión territorial mientra para Inglaterra una expansión comercial. Como ya hemos mencionado, este modelo podría explicar como se fueron dando ambas empresas pero tiene limitaciones para demostrar las causas subyacentes en los diferentes tratamientos para con el “indígena” y su relación con las “matrices de origen”.

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(Source: revistaselectronicas.ujaen.es)

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