lunes, 5 de diciembre de 2022

🟠 Identidad racial y nacionalismo: una visión teórica de Latinoamérica 🟠

 


Hace algún tiempo ya que Anderson aseveró que “Los sueños
de racismo en realidad tienen sus orígenes en ideologías de
clase, más que en las de nación” ([1983] 1991: 149).
Anderson (1991: 150) suponía una división conceptual entre las
ideologías de nación y las de raza, aun cuando sostenía que el racismo
colonial podía servir a los propósitos domésticos del nacionalismo
oficial de clase alta. Sin embargo, al afirmar también que debe
entenderse el nacionalismo “como si correspondiera al ‘parentesco’”
más que a ideologías políticas como el liberalismo (Anderson 1991:
5), sugería una conexión entre las ideas de raza y nación: ambas,
como el parentesco, funcionan con nociones de semejanza y diferencia
en el campo de los vínculos humanos (cf. Williams 1995). Ahora,
el interés creciente en la noción identidad y sus múltiples procesos
de formación ha llevado a considerar diferentes ejes de desigualdad
que ‘se entrecruzan’ de manera variable, indeterminada y
a menudo impredecible. Empírica e históricamente, las ideologías
de nación y de raza han ido de la mano, como lo demuestran las
investigaciones hechas en Latinoamérica, en Europa, Nueva Zelanda
y otros lugares.1 Estas además de nación y raza analizan también
el género y la sexualidad.


* Una versión preliminar de este artículo se dio como parte de un taller sobre
‘Identidad racial, formación del estado y nacionalismo: Cuba en una perspectiva
comparativa’, Universidad de Austin, Texas, 5–6 de noviembre,
1998. Debo agradecer a Aline Helg y Ted Gordon por la invitación que me
hicieron. Agradezco también a M. K. Flynn y a los dos lectores Ethnic and
Racial Studies por sus comentarios a las versiones anteriores.


1 Véase, por ejemplo, Helg (1995), Wade (1997), Stepan (1991), Urban y
Sherzer (1991), Graham (1990), Wright (1990), Whitten (1986, 1981),
Smith (1996), Stutzman (1981), Skidmore (1974). Véase también Williams
(1996, 1995, 1989), Goldberg (1993), Todorov (1993), Wetherell y Potter
(1992), Segal (1991), Gilroy (1987), Horsman (1981).

En este texto exploro teóricamente por qué y cómo se articulan
entre si las ideologías de nación y de raza, de sexualidad y género.
También examino las tensiones entre semejanza y diferencia que
existen en la idea de nación y relaciono esto con procesos locales de
apropiación. Recurro a una serie de autores: sociólogos como Gilroy
y Hall, filósofos como Balibar, críticos culturales como Bhabha, y
antropólogos como Williams y Stoler. Hago especial referencia al
contexto latinoamericano y uso el caso de la música popular
—específicamente en Colombia— para ilustrar mis hipótesis. La
elección de la música se debe a mis propios intereses, pero también
porque en Latinoamérica y en otros lugares, la música ha jugado un
papel importante en la construcción y la representación no sólo de
nación, sino también de la raza, el género y la sexualidad.2


‘Vivir’ la nación a través de la raza


En su análisis sobre la sexualidad, Foucault (1980) señaló la articulación
de raza y nación. Sostenía que el control que la burguesía del
siglo XIX ejerció sobre la sexualidad tenía el propósito de purificar la
nación racialmente y controlar la amenaza externa e interna de degeneración
y contaminación. (Stoler 1995). Otro teórico George Mosse
(1985: cap. 7) también explica la intersección de raza, nación y sexualidad:
el ‘forastero’ que la nación necesitaba —aun cuando dicho ‘forastero’
estuviera físicamente dentro de la nación como los judíos y
los homosexuales— era definido como racialmente distinto y
sexualmente anormal.


El trabajo de Paul Gilroy sobre la “britaneidad” de la post-guerra
(1987, 1993) menos interesado en los racismos científicos, enfrenta el
problema desde una perspectiva diferente. Su análisis utiliza la frase de
su colega Stuart Hall, según la cual la “raza es la modalidad en la que se
‘vive’ la clase” (1980: 340). Para Gilroy la pobreza urbana, el desempleo,
la vivienda precaria y los problemas del sistema educativo son
evidencia de la crisis general de la sociedad de la post-guerra, a menudo
“vivida con sentimientos de ‘raza’” (Gilroy 1993: 23). La ‘inmigración’
(entendida como un problema ‘negro’ aun cuando la mitad de los
inmigrantes a la Gran Bretaña de la post-guerra han sido blancos) es
percibida como la causa de los problemas nacionales. Los problemas
urbanos se atribuyen a la presencia de las minorías negras; el discurso
sobre las dificultades en el sistema educativo se relacionaba con la falta


2 Hay un gran corpus de obras que tratan la música en relación con estos temas
las cuales no puedo citar aquí; véase Wade (2002) para consultar un análisis
de esto. 

de inglés de los niños inmigrantes, quienes además por tener ‘cultura
diferente’ también tenían ‘desempeño deficiente’. Los asaltantes y traficantes
de droga negros eran culpables de las altas tasas de crimen y de
la sensación de inseguridad.
Lo importante es que la hegemonía racial es resultado de la articulación
compleja de proyectos específicos que no son necesariamente
coherentes o intencionalmente racistas, anti-inmigrantes, o nacionalistas.
Aunque se puede identificar un discurso anti-inmigración
explícito y hasta oficial en Gran Bretaña —así como discursos explícitos
sobre pureza y propiedad racial, nacional y sexual en la Europa
la primera mitad del siglo veinte— existe un campo de acción cotidiana
cuya racialización es menos obvia y requiere atención. La administración
escolar o municipal busca alcanzar sus metas con los
recursos (materiales y simbólicos) que tienen a su disposición; entienden
los problemas bajo la influencia de la nación y la raza, pero
no necesariamente son conscientes de estas ideas. La consecuencia de
sus actividades, consideradas colectivamente y en un periodo un poco
más amplio, es la reproducción de un sentido de lo británico como
fundamentalmente blanco. Esto se deriva de atribuir la supuesta decadencia
de la nación a la inmigración post-colonial.


Este tipo de análisis se debe a la influencia de Gramsci en la escuela
británica de estudios culturales. Hall, figura central de esta escuela,
ha usado bastante las teoría de hegemonía gramsciana en sus estudios
de raza y etnicidad (Hall 1996). Hall señala enfáticamente que la
combinación de elementos ideológicos presentes en un contexto social
dado se puede leer y releer de diferentes maneras, según los intereses
de quienes las lean y de la capacidad que tengan de ganar poder
dependiendo de sus lecturas y de los proyectos educativos, económicos
y mediáticos que emprendan. Esta especie de lectura de Gramsci
debe bastante también a la obra de Laclau y Mouffe (1985), para
quienes los elementos en las formaciones discursivas ideológicas no
son fijos ni predeterminados. Estos enfoques en los que raza y nación
se ‘intersectan’ de manera amplia pueden aplicarse a Gran Bretaña o
a América Latina. La pregunta que sigue es porqué el racismo y el
nacionalismo aparecen ligados con tanta frecuencia.


Racismo y nacionalismo: universalismo y particularidad


Etienne Balibar argumenta en contra de considerar el racismo y el nacionalismo
como opuestos o a limitar dicha interacción a un accidente histórico:
“el racismo no es una ‘expresión’ del nacionalismo […] sino que
[es] siempre indispensable para su constitución” (Balibar y Wallerstein 1991: 54). Según Balibar, las naciones colonizadoras tendían a resolver
problemas de clase creando espacios racializados para los inmigrantes o
las clases inferiores. Además los nacionalismos oficiales de la Europa de
los siglos XIX y XX usaban políticas antisemitas para crear sociedades
nacionales racialmente puras.
En un plano más teórico, Balibar sostiene que el racismo y el nacionalismo
se mezclan desde el momento en que los estados-nación controlan el
proceso poblacional en un territorio dado para presentar ‘al pueblo’ como
entidad política y étnica (es decir, una entidad que comparte el origen, la
historia y la cultura). El nacionalismo, como el racismo, implica exclusión
e inclusión; no son sólo complementarios sino que se ‘presuponen’. En este
sentido, es un error considerar el nacionalismo como una ideología ‘normal’
que es ‘anormalmente’ racista en casos particulares (el nazismo suele
usarse como ejemplo de esta ‘anomalía’). Las dos ideologías están conectadas
de una manera fundamental. El nacionalismo siempre oscila entre la
universalidad y la particularidad. Es universalista porque defiende la noción
de la ciudadanía uniforme como un derecho humano; todos tiene
derecho a la nacionalidad y todas las naciones tienen derecho a existir. En
este sentido, el nacionalismo es liberador. De otra parte, es particularista
porque siempre se centra en una nación específica, que excluye y puede
oprimir a otras naciones, así como a minorías y a otras ‘naciones posibles’
dentro de la nación. En este sentido, el nacionalismo es represivo.


El racismo reconfigura y exagera esta ambivalencia. Balibar afirma que
el racismo conlleva la misma tensión y ambiguedad entre lo universal y lo
particular que el nacionalismo supone. El racismo, y específicamente el ‘racismo
teórico’ es universalista de diversas formas. Supone la clasificación de
las poblaciones, la división y jerarquización de las especies, y también cuestiona
la unidad de la humanidad. Invoca ciertos universales como la agresión
humana ‘natural’ o las tendencias a juntarse en matrimonio con ‘alguno
de los suyos’. Por un lado, entonces, el racismo teórico plantea la unidad
de la naturaleza de la especie humana, sus orígenes y su destino. Por otro, el
racismo es particularista en la manera en la que responde esta pregunta y
en su consecuente exclusión y opresión de categorías específicas de personas.


El racismo puede por consiguiente presentarse como un ‘super-nacionalismo’
transformando imágenes de herencia y cultura nacionales en
nociones virulentas y excluyentes sobre herencia, la pureza, y la estética
ideal de los cuerpos (de hombres y mujeres) nacionales. El racismo puede
ser integral al aspecto del nacionalismo opresor de minorías dentro de la
nación. Según Mosse: “el racismo era un nacionalismo exaltado: las diferencias
entre las personas ya no se percibían como variaciones accidentales,
sino como inmutables y fijas” (1985: 133).

La simetría que Balibar establece entre el nacionalismo y el racismo
parece cuestionable: el universalismo del nacionalismo, que
sostiene que cada persona tiene derecho a la ciudadanía, no parece
paralelo al ‘universalismo’ del racismo, que difícilmente extiende el
derecho a la ‘pureza racial’ a todos. Sin embargo para las naciones
latinoamericanas, el análisis es en realidad bastante útil. La noción
de mestizaje —traducible en términos generales como mezcla de
razas, es decir, mezcla de sustancia humana y cultura— ha sido
ampliamente analizada como trayectoria para la formación de muchas
de estas naciones y es, en cierto modo, una noción universalista.
Como he planteado para el caso de Colombia, hay un aspecto democrático
inclusivo a esta ideología que ofrece a los individuos y a la
nación su mejora a través de la mezcla: potencialmente todos se
pueden mezclar y llegar a ennoblecimiento moral y social. A la vez
es una ideología y una práctica profundamente discriminatoria, que
se basa en la idea de la inferioridad de las gentes negras e indígenas
y, en la práctica, involucra su discriminación (Wade 1997; véase
también Stutzman 1981). El mestizaje era, y es, considerado a menudo
un fenómeno internacional que une las naciones latinoamericanas
(y hasta cierto punto algunos países caribeños no latinos);
pero hay también una jerarquía de naciones mezcladas, según el
grado de mezcla y el lugar donde esto coloque a cada país en una
escala global de blancura.


En un artículo conocido Williams (1995) presenta un argumento
relativamente más amplio sobre por qué el racismo y el nacionalismo
se interpenetran con facilidad. Considera a estas ideologías como sistemas
de clasificación, como el de parentesco y las nociones hindúes
de casta: todos suponen la diferenciación dentro de grupos que comparten
semejanzas para crear categorías que definen el acceso a recursos
compartidos. La naturaleza —o la sustancia humana— no es
evidente, sino construida por las personas. La consubstancialidad y
la camaradería o el compartir se construyen mutuamente. Las razas
y las naciones se pueden construir como si compartieran una sustancia,
por ejemplo, la ‘sangre’, y al mismo tiempo están sujetas a procesos
de clasificación jerárquica según grados de pureza, que equivaldría
al valor moral de las personas o grupos. Las interacciones como
el sexo, el matrimonio, la amistad son aprobadas o desaprobadas por
ideas acerca de la ‘propiedad’ de dichas interacciones: se desaprueban
las que conducen a la contaminación o a la pérdida de pureza. En
esta rica y compleja elaboración, de raza y nación y parentesco se
intersectan debido a que clasifican las relaciones entre las personas.
En los tres casos, la ‘historia se explica mediante la naturaleza’
(Williams 1996a: 6); es decir, las prácticas culturales se explican recurriendo
a la naturaleza.

Obviamente, también pueden existir conflictos entre las ideologías
de raza y nación. Williams afirma que las ideologías raciales
estadounidenses consideraban las ‘razas’ como distintas por naturaleza,
aun cuando todas estén fundadas en una noción unitaria
de humanidad. Este sistema clasificatorio carecía del tipo de unidad
característico del sistema de castas hindú en el que toda sustancia
física se deriva de Brahma. La diversidad racial representaba
un problema para los nacionalistas estadounidenses (1985: 226).


Raza, sexo y nación


Balibar señala que el “racismo siempre presupone sexismo” (Balibar
y Wallerstein 1991: 49). Foucault (1980) muestra que la superposición
entre nacionalismo y racismo se remonta al momento en
que los estados-nación lucharon por controlar las poblaciones en
los territorios, manejando la salud, la fuerza y la moral de éstas,
así como la sexualidad y la moralidad de los individuos. Mosse
(1985) sostiene que la sexualidad fue un aspecto central de las
definiciones europeas de decencia, noción clave para la imagen
nacional. La reproducción sexual vinculaba lo colectivo y lo individual;
las ideologías raciales y nacionalistas siempre han estado
articuladas por ideas de género y sexualidad.3 Dado lo abundante
de esta literatura, me voy a limitar a un ejemplo sobre la imbricación
mutua entre raza y sexualidad.


Stoler (1995) retomando a Foucault se centra en lo que ella
llama la re-construcción moral de Europa en el siglo XIX y comienzos
del XX, y relaciona esto con lo que ocurría en las colonias
europeas. Los estados-nación europeos se embarcaron en programas
de reforma liberal para inculcar ideales de responsabilidad
cívica como parte de un proyecto nacional. Estos proyectos
enfatizaban la buena crianza, la educación y la salud ‘adecuadas’,
y temían la degeneración (racial). En Francia y Holanda, la población
objeto de estos programas eran los pobres y los extranjeros
que vivían dentro del territorio nacional, y además los blancos
pobres que vivían en las colonias, y la élite indígena, los blancos
nacidos en las colonias, y la población nacida de la mezcla de colonos
blancos y nativos. La moral sexual ‘adecuada’ (y ‘blanca’) era
restringida y tenía lugar dentro de la familia. Se temía que el entorno
colonial contaminara y debilitara a los europeos, en especial
a los hombres más pobres que podían vivir en concubinato con


3 Véase Williams (1996), McClintock (1995; 1993), Parker et al. (1992), hooks
(1991), Yuval-Davis y Anthias (1989), Mosse (1985).


mujeres nativas. Las diferencias raciales correspondían a diferencias
morales y sexuales: los asiáticos eran vistos como licenciosos,
auto-indulgentes, sexualmente descontrolados y propensos a la
prostitución. Teniendo relaciones sexuales fuera de la esfera blanca,
o simplemente al ser criados por sirvientes nativos, los europeos
corrían riesgos de cambio y degeneración pues, siguiendo
ideas lamarckianas, los rasgos adquiridos podían transmitirse a
la siguiente generación. Obviamente el peligro y la permisibilidad
de contacto —sexual o de otro tipo— con los nativos se pensaba
de manera diferente según el género: los hombres corrían menos
riesgos que las mujeres. Estas ideas estaban muy difundidas y
han sido discutidas para Latino América.4


Aunque esto no parece estar conectado con el proceso de identidades
nacionales, el argumento de Stoler es que estas identidades se
construían en el marco transnacional del colonialismo. La idea de ser
francés u holandés dependía hasta cierto grado de la moralidad sexual
de los hombres y mujeres franceses y holandeses en las colonias. Las
identidades raciales y las nociones de moralidad sexual estaban entrelazadas
a nivel supranacional y ciertamente global.


En todo esto, es importante explorar las ideas teóricas subyacentes
sobre por qué se cruzan los conceptos de raza, nación, sexo
y género. Parker et al. sugieren que la intersección ocurre porque
la “nacionalidad -—como el género— es un término relacional”
(1992: 5); el hecho de que “tales identidades dependan
constitutivamente de la diferencia significa que las naciones siempre
estarán asediadas por aquellos a quienes ellas definen como
otros”. Pero dado que todas las identidades —a decir verdad todos
los significados— se constituyen de manera relacional, esto
no aclara el entrecruzamiento de las identidades raciales, sexuales
y nacionales. Mosse (1985: 2) a quien le interesan más la historia
de Europa que en las teorías raciales, sugiere que la sexualidad es
de especial importancia en el desarrollo del nacionalismo y la decencia
porque es ‘básica a la conducta humana’. Esto todavía no
explica por qué la sexualidad es tan importante, más que otras
conductas humanas ‘básicas’. bell hooks (1991: 57) amplía este
argumento sosteniendo que la “sexualidad siempre ha proporcionado
metáforas de género para la colonización” y que los
dominadores a menudo usan la sexualidad como espacio de poder
donde establecer su dominio. Smith, siguiendo una línea
foucaultiana, sugiere que las diferencias de ‘sangre’ que subyacen


4 Véase, por ejemplo, el estudio sobre el matrimonio, la clase y el color en
Cuba, realizado por Martinez-Alier (1974).

a las concepciones de clase y otras diferencias sociales jerárquicas,
“sólo podría mantenerse mediante un control de la sexualidad femenina
y, en última instancia, de sus libertades sociales” (1996:
53). La perspectiva de Williams (1995) es aún más amplia: las
ideas de semejanzas y diferencias humanas están siempre mediadas
por teorías locales de procreación.


Esta idea aborda el asunto en su nivel más básico. Quizá parezca
obvio que la ‘generización’ de raza y nación se derive de la
‘generización’ de la sexualidad y la reproducción sexual misma. Esta
última conecta el racismo y el nacionalismo, ya que tanto la ‘raza’
como la nación, o cualquier grupo humano, deben reconstituirse
constantemente mediante actividades sexuales de individuos de diferente
género. Por el contrario, las formas que asumen (o se cree
que asumen) esas actividades sexuales se convierten en marcadores
del lugar y de las categorías a las que pertenecen los individuos.
Ésta es una conclusión apropiada, pero también asume que la reproducción
‘racial’ es igual que la reproducción sexual. El trabajo
de Stoler muestra, sin embargo, que la reproducción ‘racial’ también
podría tener lugar sin reproducción sexual: los blancos que
vivían en los trópicos podían adquirir el carácter de los ‘nativos’ por
vivir cerca de ellos o simplemente por acción del clima. Esto indica
que, aunque la sexualidad y la raza se superponen en tanto ambas
tienen que ver con la naturaleza, la herencia y la sustancia humana,
debemos ser cuidadosos cuando suponemos qué es naturaleza y
sustancia humanas en un contexto dado. Es obvio que el encuentro
sexual será siempre un aspecto central de la reproducción colectiva,
pero exactamente qué es lo que se reproduce mediante tal encuentro
depende para su definición de teorías locales acerca de la procreación
y la naturaleza humana.


Sobre este aspecto, Jordanova (1986) tiene un argumento interesante
sobre el discurso médico y literario de finales del siglo
XVIII acerca de la familia y la sexualidad. Afirma que con la
creciente mercantilización de las relaciones sociales, la familia —
y, en especial, las mujeres y los niños— se naturalizó y se sacralizó
como no mercancía. Al mismo tiempo, la naturaleza humana fue
cada vez más objeto de estudio científico que se centró especialmente
en la sexualidad (femenina) y la fisiología reproductiva. El
control de la familia y de la reproducción femenina fue vital para
el manejo y promoción de la nación. La fisiología no era, sin embargo,
un dominio de la naturaleza subyacente o separada del de
la cultura (como el ‘sexo’ biológico es al ‘género’ cultural, para
usar términos ahora en desuso). La constitución física se consideraba
influenciada por el uso y el hábito (Jordanova 1986: 93-94, 106-107). La idea era que controlar la naturaleza de las mujeres
o de la familia como una entidad natural y social implicaba intervenir
en la ‘naturaleza humana’ definida de manera que abarcaba
aspectos de lo que ahora llamaríamos cultura. Lo social se naturalizó
no atribuyendo rasgos sociales a la ‘biología’ o a los ‘genes’,
sino considerando la conducta social como constitutiva de la naturaleza.
Este tipo de naturalización da mayor responsabilidad al
agente humano en su constitución.


La importancia de la sexualidad y el género en las identidades
nacionales y raciales adquiere mayor dimensión si pensamos en las
formas que asume el deseo sexual en situaciones de desigualdad de
poder. El control masculino sobre la sexualidad femenina, las definiciones
nacionalistas de masculinidad y feminidad ‘apropiadas’ para
un nación eugenésicamente ‘bien constituída’ y ‘exitosa’ en el escenario
internacional, la simultaneidad del estigma y del poder sexual
adheridos al otro subordinado —todo esto tiene efectos complejos en
la formación del deseo sexual individual—.La diferencia sexual y la
sexualidad se debe entender no sólo en términos de símbolos
identitarios nacionales (y raciales), sino también como prácticas que
involucran las inclinaciones síquicos y los deseos. Como afirma hooks
(1991: 57), la sexualidad no sólo proporciona “metáforas de género
para la colonización”, es un proceso de colonización (y construcción
nacional) en sí mismo. El trabajo de Stoler indica también que, si
queremos entender la relación entre raza y sexualidad, debemos analizar
detalladamente qué significa ‘naturaleza humana’ en distintos
momentos y lugares. Si a primera vista parece que las ideas sobre
raza, nación y sexo suponen ideas acerca de cómo los humanos nos
relacionanamos físicamente, no debemos asumir que es cuestión de
‘biología’ ni que lo que está implicado en la idea de ‘naturaleza humana’
es obvio. Al contrario, debemos inspeccionar estas ideas desde
dentro, saber exactamente a qué se refieren pues su significado varía
de lugar en lugar y de tiempo histórico en tiempo histórico.


Homogeneidad y heterogeneidad en la nación


Los temas explorados hasta aquí explorados tienen que ver con ideas de
semejanza, diferencia y nacionalismo. Éste supone tanto uniformidad universal
como discriminaciones particularistas: el mestizaje promete la semejanza
—o amenaza con ella— pero depende de la diferencia para poder
ser; la homogeneidad puede dar seguridad, la alteridad enciende el
deseo, pero también da miedo.

Muchos análisis señalan que la homogeneidad es uno de los objetivos
del nacionalismo. Tanto Anderson (1983) como Gellner (1983) mencionan
el ‘anonimato’ del nacionalismo; Hall señala que las “culturas nacionales
ayudan a ‘pasar por alto’ las diferencias” de identidad (1992: 299).
La imagen de la homogeneidad se construye, sin embargo, con gran
dificultad. Según Brackette Williams (1995: 232) las ideologías nacionalistas
asumen la nación “no tiene una sola fuente de criterios clasificatorios
y por lo tanto un objetivo importante del nacionalismo es inventar
una sustancia unitaria y vincularla a una unidad sociopolítica”. Luego
tiene que naturalizar ambos. La diversidad es así integral a las naciones
y los nacionalismos. Parker et al. (1992: 5) se refieren a “la insaciable
necesidad de la nación de administrar la diferencia mediante la segregación,
censura, coerción económica […]”. Muchos análisis consideran
que la heterogeneidad está sujeta a la represión, y a menudo a la asimilación
y la destrucción. Es el espacio en el que las minorías ejercen resistencia,
constantemente sujetas a erosión. El nacionalismo dominante tiene
que doblegar, canalizar y por último socavar esta resistencia. Un mecanismo
para hacerlo puede ser lo que Raymond Williams (1980) llamó la
elaboración de una ‘tradición selectiva’ mediante la cual las voces dominantes
por un lado privilegian ciertos aspectos de la historia y la cultura,
normalizándolos y naturalizándolos, y por otro marginan aspectos que
consideran detrimentes.


Al respecto, entre los Latinoamericanistas existe la tendencia a
mirar la historia de la región en siglo XX como el movimiento
desde la homogeneización modernista y nacionalista que intentó
borrar o controlar la diferencia, hacia formas heterogeneidad
multicultural postmoderna impuesto en gran medida por movimientos
contrahegemónicos organizados por las minorías oprimidas,
en especial las minorías étnicas y raciales (véase en Safa 1998,
un ejemplo de esta narrativa). En su lugar, yo planteo que las
ideologías nacionalistas también construyen la diferencia de manera
activa y de manera muy particular. Esto ayuda a entender la
facilidad con la que los países latinoamericanos han optado por la
diversidad cultural y los límites del multiculturalismo actual que
aparece como así como una variación de los nacionalismos anteriores.
Con ello no quiero menoscabar la resistencia creada por los
movimientos sociales negros e indígenas ni los cambios reales a
que ello ha dado lugar en muchos países latinoamericanos —incluyendo
el cambio constitucional en países como Colombia, Brasil
y Nicaragua—. Se trata sólo de tener una perspectiva diferente
del proceso de cambio—y de verlo también como continuidad—.
En este sentido es de utilidad el trabajo de Homi Bhabha y su
análisis de la ambigüedad del discurso nacional (Bhabha 1994).

Por un lado se invoca a la nación como un todo homogéneo, en
movimiento desde un pasado remoto hacia un futuro moderno,
una nación entre muchas otras. Por otro lado la nación es la
escenificación contemporánea de la variedad de personas que la
constituyen. Según Bhabha la narrativa nacionalista lleva esta
contradicción dentro de sí misma, “deslizándose de manera
ambivalente de una posición enunciatoria a otra” (Bhabha 1994:
147). La diversidad no solamente irrumpe en la imagen de homogeneidad
oficial, sino que está contenida en esa imagen. Esta
ambivalencia no es accidental, es una de las paradojas centrales
del nacionalismo: la presentación de la nación como un todo homogéneo
entra directamente en conflicto con el mantenimiento de
jerarquías de clase y cultura —y las imágenes concomitantes de
región y la raza—. La ambivalencia que identifica Bhabha resulta
de esta paradoja: las clases dominantes en realidad necesitan y se
ven obligadas a crear y reproducir, material y simbólicamente, la
misma heterogeneidad que niegan. Como lo plantea Williams
(1996a: 14), en una nación “cualquier semejanza construida se ve
amenazada continuamente por la realidad de la heterogeneidad
forjada en diferencias intranacionales de clase, religión y otras de
índole filosófica, e internacionales producidas por movimientos
internacionales personas y propiedades culturales”. El punto es
que estas diferencias intranacionales son forjadas por las mismas
fuerzas que construyen la semejanza.


Incursioné en esto a través de la música. Cuando escribí sobre la
identidad nacional y raza en Colombia colombiana a comienzos de
los noventa (Wade 1997), pensaba como quienes ven en el nacionalismo
moderno la anulación de la diferencia. Sin embargo, también
tenía claro que las representaciones de la nación colombiana dependían
hasta cierto punto de la noción de lo indígena y lo negro, aun
cuando el futuro se concibiera en términos de la mezcla y el ‘blanqueamiento’
progresivos. La gente negra e indígena, o al menos la
imagen de ellos, era necesaria como punto de referencia desde el cual
podía definirse lo blanco y el futuro de modernidad. Además, también
me parecía obvio entonces que las representaciones de nación se
nutrieron de las imágenes de los otros racializados.5


Para empezar, me di cuenta de que los escritos sobre la música y la
identidad nacional (o por supuesto sobre la identidad nacional únicamente)
de la elite culta contenían constantes referencias a los pueblos
negros e indígenas. Lejos de desaparecer, eran representados, aunque


5 Taussig (1987, 1993) ha reivindicado esta idea en relación con los poderes
curativos de los pueblos indígenas.

en formas que variaban desde lo abiertamente racista a lo paternalista
—y en ocasiones a lo conmemorativo—. Considero esto como proceso
de la construcción activa de la otredad por parte de las elites nacionales.
Lo importante es que las elites no sólo estaban representando a
aquéllos ‘que está ahí afuera’, una presencia inconveniente que debía
pulirse, doblegarse y canalizarse... y quizá ridiculizarse o elogiarse.
También estaban rehaciendo la diferencia, porque era fundamental
para la reproducción de su propia posición.6


Estudié la historia de la música desde la costa del Caribe colombiano
—una región y una música asociadas con la alegría, el trópico, lo negro y
la libertad sexual— analizando la forma en que desde la década del veinte
alcanzó importancia nacional, sustituyendo estilos asociados con el interior
del país mestizo, aunque estas coincidían más con la representación
de las elites colombianas blanqueadas y eurófilas (cf. Wade 2002). En el
proceso de lograr predominio nacional los estilos musicales del Caribe se
estilizaron e incorporaron a formatos de orquesta grande muy en boga
entonces en América y en Europa—es decir se blanquearon. Sin embargo,
siguieron conservando su identidad ‘tropical’ dentro del país. Las reacciones
al auge de esta música fueron diversas. Algunas elites conservadoras
la condenaban tildándola de ruidosa, vulgar, inmoral y licenciosa. Otras
elogiaban su ‘alegría’. La constante alusión a su alegría despertó mi curiosidad.
La alegría musical (asociada con lo negro) era de alguna manera
análoga al propósito de la cura shamánica (asociada con los pueblos indígenas
en el razonamiento de Taussig). Era, en mi interpretación, un recurso
para la nación —en especial un país que en los cincuenta atravesaba
un horrendo periodo de violencia civil—.


En realidad, las cosas eran mucho más complejas, pues la música
estaba cobrando popularidad en una época en que el país estaba
sumido en una acelerada modernización económica y social
y en la que los medios de comunicación masivos estaban empezando
a asumir su forma actual en la figura de la industria disquera,
la radio y la televisión. Ambos factores eran vitales para las definiciones
de la identidad nacional, pues ofrecían nuevos objetivos
para la integración nacional y los medios para lograrla. A pesar
de su vínculo con el ‘folclor’, la música del caribe estaba también
ligada a la incipiente modernización económica de esa región y
promovida por las elites inmigrantes. La música era por tanto a la
vez ‘tradicional’ e identificable como auténticamente colombiana,


6 Se han estudiado temas similares en relación con otras prácticas racializadas:
por ejemplo, los artistas caranegra en los EE.UU. (Lhamon 1998).

y moderna —el ‘rostro de Jano’ del modernismo—. La música era
un recurso para la tradición y la modernidad colombiana.


Cuales fueran las complejidades del caso, el punto es que el discurso
sobre la música, su producción y las danzas asociadas construían activamente
la diversidad racial dentro de la nación, tanto si lo negro y la sexualidad
negra se condenaban como inmorales o si se celebraban como felices
y edificantes. La sexualidad podía ligarse a lo primitivo, pero el primitivismo
estaba en boga en varios círculos de vanguardia de la época, lo que hacía
posible vincularlo a la modernidad y a nuevas costumbres sexuales y de
género. Como declaraba con evidente disgusto un comentarista conservador
“el modernismo exige eso: que bailemos como los negros para estar a
tono con la moda y con el gusto de las últimas gentes” (Sábado, 3 de junio
1944, p. 13; véase Wade 2002: 166). La pasión sexual y el destino del país
iban de la mano, y la imagen de una sexualidad supuestamente libre
ofrecía la posibilidad (y la amenaza) de relaciones entre personas de
racialmente diferentes. Pero no era sólo cuestión de imagen. Por ser actividades
corporales, se creía que la música y la danza promovían y facilitaban
tales relaciones, no sólo las simbolizaban. De allí el temor de los observadores
conservadores.


En suma, creo que en los análisis las intersecciones de las identidades
raciales y nacionales, necesitamos entender las tensiones
entre semejanza y diferencia y captar en qué medida la diferencia
es un recurso positivo o negativo para las representaciones de nacionalidad
y los procesos de construcción de las identidades.


Transformación, apropiación y hegemonía
en circuitos nacionales y transnacionales


Esto nos lleva a otro tema teórico importante: el de las apropiaciones
y transformaciones en una formación hegemónica. Al referirme
a Gramsci y la lectura gramsciana de Hall, indiqué que los
discursos hegemónicos pueden recurrir a una amplia variedad de
elementos ideológicos de significado variable, sujetos a lecturas
diferenciadas que los pueden resignifcar y convertirlos en sentido
común, idea dominante, o concepto marginal.


Las formas de apropiación y transformación en el proceso de hegemonía
cultural son múltiples.7 Quiero esbozar brevemente dos. Para


7 Véase la interpretación de García Canclini sobre el Museo Nacional
Antropológico de México, donde se exhibe la diversidad, pero subordinada
a ‘la unificación establecida por el nacionalismo político en el México actual’.

diferenciarlas, resumiré brevemente la narrativa nacionalista de apropiación
de la música que cuenta la gente involucrada en su producción y
comercialización en América Latina. En esta historia los músicos y productores
de clase media ‘limpiaron’ los estilos musicales campesinos y
obreros y los convirtieron en expresiones modernas, pero auténticas, de la
identidad nacional, susceptible de causar impacto en el escenario internacional.
La historia que conté en páginas anteriores sobre la música colombiana
coincide con este estereotipo. Y la misma historia puede contarse en
otros países donde los procesos de apropiación cultural fueron intensivos
a finales de los siglos XIX y XX. Las sociedades latinoamericanas atravesaban
un proceso de urbanización y segregación de grupos sociales en las
ciudades. Los vínculos entre las economías nacionales y la economía global
crecían. Los estilos musicales nacionales aparecían bajo dos formas
importantes a medida en que los músicos de conservatorio se apropiaban
de elementos ‘tradicionales’ (Béhague 1996) y conforme surgían estilos
musicales populares en cada país. El tango se desarrolló en Argentina, la
samba y el maxixe en Brasil, la danza en Puerto Rico, la ranchera en México
y el son, la rumba y la guaracha en Cuba. En Colombia, el interés inicial por
el bambuco andino fue desplazado por el éxito del porro y la cumbia de la
costa caribeña. Estos estilos musicales surgieron en barrios de clase obrera
urbana, o en algunos casos, de las áreas rurales, y combinaban elementos
de Europa y África. Las clases medias se apropiaron y modernizaron
estos ritmos eliminando algo de su ‘vulgaridad’, así transformándolos en
símbolos nacionales aceptables (véase Manuel 1995: 15).


Esta narrativa de apropiación nacionalista pertenece a los observadores
locales. Sin embargo, puede influir en análisis académicos si es que no
se presta atención a dos aspectos importantes. Primero, es preciso observar
qué tan sincréticos, híbridos y a menudo transnacionales eran los
primeros músicos de la clase obrera. Si obviamos esto, corremos el riesgo
de interpretar como estilos auténticos y tradicionales de la clase obrera
local lo que era ya parte de procesos de hibridación, transformación, nacionalización
y transnacionalización de las clases medias o de las elites.
Muchas veces tomamos por tradición local lo que fue inventado como tal
por comentaristas de clase media.8 Establecemos falsas oposiciones entre


El museo ‘avala el triunfo del proyecto centralista, anuncia que aquí se ha
producido una síntesis intercultural’ (1989, p. 167–68). Pero creo que aquí
hay algo más que doblegamiento y canalización. Las elites nacionales también
producen diversidad de manera activa, porque ésta funciona como un
recurso necesario para ellos y su país.


8 Al sugerir que necesitamos deconstruir esas tradiciones, concedo razón a las
críticas de la noción de la tradición inventada, que dice que todas las ‘tradiciones’
son ‘inventadas’ (en el sentido de que todas las formas culturales son
producto de la creatividad humana), pero sostengo que algunas tradiciones

lo local y lo nacional, o entre lo local y lo global, entre lo auténtico y lo
inauténtico, entre las clases obrera y media, entre la resistencia y la apropiación.
Lo local no surge sólo autóctonamente sino también en circuitos
supralocales o incluso globales, como lo ha indicado Gilroy (1993a) en el
caso de la música negra en EE.UU. (véase también Wilk 1995). Segundo,
debemos comprender también la naturaleza fragmentada de la ‘hegemonía
transformista’ —el término ha sido tomado de Brackette Williams
(1991)— en la cual tienen lugar estos procesos. Es tentador en ocasiones
basarse en los modelos producidos por la elite nacional o sectores de clase
media como parte de su proyecto de hegemonía nacional. Esto se justifica
en el caso de Trujillo en República Dominicana, o de Duvalier en Haití, ya
que ambos dictadores emprendieron políticas intensivas de nacionalismo
cultural incluída la música (véase Austerlitz 1995, Pacini Hernández 1995,
Averill 1997). Pero el caso colombiano muestra que éste no es siempre el
caso y es probable que Colombia sea la regla en lugar de la excepción.


Un par de ejemplos ilustrarán el primer punto. En Argentina, el
tango parece haber surgido como un estilo de baile alrededor de la
década de 1880 como resultado de la parodia que hacían los habitantes
urbanos de clase baja de los estilos de baile afroargentinos
(Collier et al. 1995; véase también Savigliano 1995). Los
afroargentinos bailaban candombe, una compleja fusión de claras raíces
africanas. Sin embargo, también bailaban polcas y mazurcas europeas.
Sus imitadores no negros bailaban una variedad de estilos, el
más importante de los cuales era la milonga, también una forma
sincrética influenciada por bailes europeos y la habanera cubana.
Así, el tango, como se lo encontró en su supuesto ‘lugar de nacimiento’,
los barrios de clase baja de Buenos Aires, ya era un híbrido
bastante complejo formado a través de intercambios transnacionales
de larga data, entre los que se contaban hasta el tráfico de esclavos.
El mismo nombre fue un término común que ya existía en la América
hispana para designar el lugar donde bailaban los negros, o las
danzas que allí se ejecutaban.


La identificación de este nombre con un estilo local es un buen
ejemplo de una lectura histórica post hoc selectiva, según la que
una trayectoria específica existente dentro de una red de nódulos
y nudos se convierte en la línea de evolución. En este caso —similar
a muchos otros en América Latina— el tango ascendió socialmente
a medida que los hombres de clases media y alta lo bailaban
en los burdeles, en teatros de variedades y salones, y a medida


[son más inventadas que otras y por lo tanto exigen análisis en cuanto debemos
considerar la dinámica de poder e ideología que dieron forma a tales
tradiciones discursivas.]

 que se transformó la instrumentalización. No es coincidencia que
la música asumiera su forma definitiva cuando se formaron los
medios para su difusión y consumo masivo en espacios urbanos
segregados socialmente, y cuando las clases medias empezaban a
escribir sobre ella, a documentarla en revistas y periódicos.


Para 1900, el tango ya hacía parte integral de la cultura urbana
argentina; para 1913, causaba furor en París y Londres, y luego
se trasladaría a los Estados Unidos. Sus procesos de hibridación
fueron continuos y el tango se convirtió en un símbolo de la
Argentina no porque fuera un nuevo baile ‘nacido’ en los barrios
que las clases medias se apropiaron sino porque esta posibilidad
surgió en el momento mismo en se convertía en música urbana de
masas y en un baile que podía representar al país entre otras naciones.
Esta posibilidad de representación podía encontrarse en
cualquier expresión cultural que se encontrara a la mano en ese
momento y que pudiera leerse como poseedor de raíces tradicionales
auténticas.


Algo semejante ocurre en Colombia (véase mayores detalles en
Wade 2002). Estilos como el porro y la cumbia parecen haber surgido
en las décadas de 1920 y 1930 cuando músicos locales con cierta
educación formal ‘mejoraron’ las tradiciones rurales de la costa del
Caribe de influencia africana y, en menor medida, los estilos musicales
indígenas, aunque en general se admite cierto grado de influencia
europea en el ‘original’. El compositor y director de orquesta Lucho
Bermúdez fue una figura importante en este proceso. Nacido en un
pueblo pequeño y había adquirido habilidades en las orquestas de
vientos típicas de Latinoamérica y que —para complicar la historia—
ya habían adoptado y adaptado formas anteriores de porro y
cumbia en la década de 1860. Bermúdez se mudó a ciudad, trabajando
en orquestas de estaciones de radio y colaboraba con las primeras
iniciativas de la industria disquera. Popularizó el porro y lo llevó al
interior del país donde, venciendo los prejuicios de los eurófilos conservadores,
lo convirtió en la fiebre del escenario bailable de moda
entre la clase media.


En esta narrativa popular se privilegia un núcleo tradicional y
auténtico que, según dicen muchas de las personas que cuentan la
historia, es inclusive elegante. Sin embargo, Bermúdez afirma que
sus influencias fueron Ernesto Lecuona (compositor y pianista cubano
famoso en el ámbito internacional), Rafael Hernández (compositor
y músico puertorriqueño, figura central de la escena
disquera de la música popular latinoamericana en Nueva York) y
Pedro Biava (inmigrante italiano en Colombia, fundador de la ópera

 y la orquesta sinfónica en la ciudad de Barranquilla y profesor de
muchos músicos populares activos). El mismo Bermúdez fue una
persona que transitaba ambiguamente entre lo rural y lo urbano,
entre las clases baja y media. Al igual que muchos innovadores
musicales de la época, fue una figura liminal. En Cartagena, donde
trabajó en la radio y la industria disquera, tuvo amigos compositores
entre la elite literaria y económica de las ciudades, amigos
que también escribían canciones catalogadas como porros. En resumen,
es posible ver la historia del maestro como una en la que
un músico versado en géneros populares transnacionales toma elementos
de estilos locales que llegan a interesarle y que usa para
reclamar un estilo personal o regional.


Es importante recordar que el panorama disquero transnacional
en ese momento era sumamente ecléctico. Las casas disqueras de
Nueva York enviaban representantes a otros países para hacer
grabaciones o cazar talentos. Músicos de toda Latinoamérica
—para no mencionar España y las islas Canarias— formaban
orquestas y bandas flexible que tocaban una amplia variedad de
estilos. En los repertorios habían nociones ‘nacionales’ —tango de
Argentina, ranchera de México, guaracha y son de Cuba, porro de
Colombia, danza de Puerto Rico— pero cada quien tocaba de todo,
y algunos estilos —el bolero, por ejemplo— ya casi no podían
ligarse a un solo origen nacional. Aunque por un lado, era útil y
necesario tener un sonido nacional, o la imagen de dicho sonido,
por el otro, los mejores sonidos se producían en circuitos
transnacionales y se consumían internacionalmente a través de la
radio, conciertos en vivo y ventas de discos. Bermúdez, y otros
como él, trabajaban en este contexto global. Ya en 1946, había
viajado a Buenos Aires a grabar y causado una profunda impresión
en un par de directores de orquesta, que siguieron grabando
porros y estilos relacionados y vendiéndolos en toda América Latina,
incluyendo la misma Colombia.


Es fundamental entonces ver la apropiación como un proceso continuo.
En este caso, los estilos nacionales se formaban apropiándose
de estilos ‘locales’ que eran de por sí producto de apropiaciones
transnacionales. Los medios de comunicación de masas, como la radio,
que permitieron a la gente imaginar comunidades nacionales también
les permitieron imaginar comunidades transnacionales. El nacionalismo
puede considerarse en parte como reacción a las posibilidades
desintegradoras producidas por estos medios.


Con respecto al segundo punto sobre la falta de un proyecto nacional
coherente, manejado por un sector particular de la sociedad, la historia anterior también puede servir. En Colombia, el estado no
hizo mucho para controlar la música. Había una radiodifusora nacional
desde 1940, pero era sólo una entre un número cada vez mayor
de estaciones de radio. La legislación que controlaba las ondas
radiofónicas, decía poco sobre el contenido de la programación. Pese a
ello los valores fundamentales de la modernidad y de la blancura se
impusieron. La música de Bermúdez era lo suficientemente tropical
para ser identificada por muchos como negra —por lo menos hasta
cierto punto—. Sin embargo, había sido blanqueada y estilizada en
comparación con los estilos rurales que se tocaban en la región costera.
En las bandas habían pocos que pudieran identificarse como negros.
La música surgió bajo el ‘control’ fragmentario y no necesariamente
coordinado de compositores y músicos, dueños de estaciones
radiales y locutores, y los empleados de las casas disqueras. Estos
tenían agendas diversas y hasta en conflicto, trataban de anticiparse
al ‘público’ y su más que estimular un proyecto nacionalista, su objetivo
era ganar dinero o lograr éxito.


Aun así todos ‘sabían’ que, aunque lo negro podía resultar interesante,
su presencia obvia podría ser alienante o confinada al ‘folclor’.
El éxito podría asegurarse con música ‘tradicional’, pero era más viable
que ésta pareciera ‘moderna’. Que cosa constituía con exactitud lo
‘negro’ o el ‘folclor’ variaba según las personas, pero lo dictaba el
orden racial colombiano. Conforme el escenario musical del país cambió
y asumió un ritmo más ‘tropical’, mantuvo la jerarquía de negritud
y blancura, y siguió reflejando tanto tradición como modernidad. Los
valores básicos de blancura y modernidad eran ampliamente compartidos
y, por supuesto, los gustos de clase media de los dueños de
las casas disqueras y de las estaciones de radio, tenían más probabilidades
de ganar la partida en el largo plazo.


Resumiendo: el proceso de apropiación es realizado por muchas personas
diferentes, muchas de ellas no necesariamente de la elite o aun de la clase media,
cada una de las cuales persigue proyectos particulares, orientados por algunos
valores hegemónicos que, aunque pueden leerse de manera diferente desde
muchas posiciones sociales diferentes, ofrecen posibilidades estructurales que
les otorga significado común.


Nacionalismo postmoderno


Así llego a un tema que toqué antes y que servirá como conclusión. Si la
heterogeneidad ha sido siempre una parte constitutiva del nacionalismo y si
las apropiaciones e hibridaciones han sido un proceso continuo (aunque sujeto
a las lecturas selectivas que privilegian ciertas líneas de ‘evolución’), entonces, ¿qué hay de nuevo en los recientes nacionalismos postmodernos, por ejemplo,
los que celebran e incluso reconocen oficialmente que los países son plurales y
diversos racial y culturalmente y buscan incluir (¿apropiarse?) lo negro y lo
indígena en la arena nacional? Mi respuesta es que, aunque se hayan dado
cambios reales, necesitamos entender que estas ‘nuevas’ elaboraciones de la
nación no significan una diferencia radical con respecto a formas anteriores de
reconocer y construir la diversidad y las jerarquías.


Es cierto que en Colombia existen ahora derechos sobre la tierra
para las comunidades negras e indígenas, y que hay senadores
indígenas y se están introduciendo una dimensión ‘afrocolombiana’
en los programas de estudios del país, para mencionar sólo unos
cuantos cambios que pueden ser positivos. Junto con esto, también
es obvio que el Estado manifiesta y reclama la dimensión
universalista del nacionalismo a la que se refería Balibar. Las demandas
universales por el reconocimiento de la diferencia se conjugan
con reclamos de democracia.


La inclusión de personas auto-definidas como negras e indígenas,
explícitamente diferentes, quiere hacer evidente una democracia
pluralista como bien universal. La idea es que cada quien tiene
derecho a ser reconocido como diferente. Este reclamo está en tensión
con la tendencia particularista a privilegiar ciertas categorías
en detrimento de otras. En muchos casos, estas categorías son las
mismas de siempre, y el proceso a través del cual se privilegia no
es coordinado directamente por el Estado. Si, en el pasado, no era
necesario un proyecto coordinado para perpetuar las jerarquías y
las desigualdades raciales, no es de sorprender que ahora (cuando
parece haber un proyecto de inclusión dirigido por el Estado),
sigan existiendo procesos de exclusión que no son dirigidos directamente
por el Estado. (Aunque se podría aducir fácilmente que
en el caso colombiano el estado está implementando políticas
excluyentes en la medida en que promueve la modernización y el
‘desarrollo’ precisamente en áreas en las que se supone que las
comunidades negras e indígenas viven su diferencia).


Antes argumenté que las representaciones de negritud e
indigeneidad ‘alimentaban’ las ideas de nación de la elite; además
de constituir la diferencia en contraste con la cual se definía lo
blanco y el progreso, su primitivismo también se apreciaba en
favor de la modernidad. Ahora también se está usando a las personas
negras e indígenas como puntos de diferencia con los cuales
legitimar la democracia, mientras que sus especificidades, imaginarias
o reales, siguen siendo representados como recursos para la
nación: recientemente se ha popularizado la imagen de los pueblos
indígenas (y en Colombia también de las personas identificadas como negras) como guardianes de la selva (c.f Wade 2004). Las
identidades raciales siguen siendo centrales en los imaginarios de
la nación y su destino.


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(Source: Peter Wade *Identidad racial y nacionalismo: una visión teórica de Latinoamérica)



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