domingo, 15 de marzo de 2015

Indígenas y mestizos cumplen distintos ritos - DIFERENTES MANERAS DE CONMEMORAR EL DÍA DE LOS FIELES DIFUNTOS EN ECUADOR

Hay costumbres para recordar a los muertos que siguen intactas desde tiempos inmemoriales, especialmente en provincias como Pastaza. En esta zona los deudos preparan chicha con yuca sembrada en sus chacras para beberla hoy o los varones salen de cacería para preparar los alimentos que compartirán con el finado. En Penipe, en cambio, el “animero” recorre las avenidas pidiendo por la paz de los muertos, mientras que en Pujilí las casas de los parientes o amigos entregan harina a los vecinos que rezan por estos. En Ambato, una fosa acoge los cuerpos de 640 personas que no tenían dinero para ser sepultadas o de desconocidos



La diversidad cultural, religiosa y étnica del país incide también en la forma en que se recuerda hoy a los Fieles Difuntos.  
 Tradiciones hay varias en las principales ciudades, entre ellas, el visitar al finado en familia, llevarle su comida predilecta, cantarle sus temas preferidos, etcétera.
Sin embargo, también existen algunas zonas del país en donde los deudos se organizan y van más allá de los rezos o los cánticos.
Los integrantes de la nacionalidad kichwa de Pastaza, que se asientan en la comunidad Sarayaku, en su mayoría son católicos.
La comunidad está ubicada a unos 30 minutos de vuelo desde el aeropuerto Río Amazonas, en la parroquia Shell.
Con ocho días de anticipación la mayoría de familias prepara la chicha de yuca. La materia prima es cultivada en sus propias chacras. Ellos elaboran la bebida para luego servirla a quienes asisten a las honras fúnebres.

Los varones, previamente, se introducen en la selva para cazar  puercos saínos, aves salvajes y otros animales que sumados a cerdos y gallinas sirven para la elaboración de los alimentos tradicionales de cada 2 de noviembre. Para la presentación personal y con motivo de ocasiones especiales, tanto hombres como mujeres utilizan la planta selvática  llamada (wito) que luego de ser (soasada) calentada, emana  un líquido que sirve para pintar las rayas y figuras en los rostros.
Es entonces cuando las familias kichwas están listas para recordar a sus finados. Muy temprano asisten a  misa  en la iglesia de la comunidad y luego de recibir las bendiciones del sacerdote y rezar por quienes han fallecido se dirigen   en grupo al cementerio del pueblo.
Las mujeres  llevan consigo los alimentos  y la chicha. Una vez en el camposanto se aglutinan alrededor de la tumba.
Rezan, se lamentan, lloran y recuerdan el tiempo y las actividades que realizaba quien yace en la fosa.
Además, cargan pescado, chicha, especias, maní y frutas que son depositadas sobre la tumba. 
Al siguiente día el familiar más cercano acude a verificar si los alimentos han sido recibidos por el difunto.   
“Es impresionante ver el cementerio lleno de comida de todo tipo. Los muertos sí comen lo que les dejamos. Esto se comprueba cuando  encontramos los restos”, dijo Patricia Gualinga.   
 Ella recuerda que existió un comunero de nombre Baltazar Gualinga, más conocido como  Pandu, cuyo cuerpo a los seis meses de haber fallecido (a los 110 años) no había sufrido ninguna descomposición.  No se conoce con exactitud el sitio donde está sepultado. Él fue un personaje considerado símbolo de varias  generaciones.
Los sepultan en casa
La mayoría de los comuneros de la nacionalidad shiwiar   profesan la religión evangélica.
Ellos no disponen de un cementerio como  las ciudades o pueblos.
Sus viviendas suelen ser generalmente de dos pisos y  en la planta baja  sepultan a sus allegados.
Rosa Gualinga  relata que cuando fallece una persona, todos los integrantes de la familia asisten por un día al velorio y comparten con el cadáver los últimos momentos. No dejan de consumir la chicha.
Al día siguiente, debajo de su domicilio, excavan el sepulcro para enterrar el cuerpo. Junto a él le dejan prendas de vestir, herramientas con las cuales trabajaba, comida y, en caso de  niños, juguetes.
Culminado el sepelio, indica Rosa,  todos los acompañantes se trasladan al río más cercano y lanzan  la  ropa que usaba el difunto para que el río la lleve lejos (así  representan que el finado se aleja).
Los acompañantes deben bañarse en la mitad del caudal utilizando hierbas del sector. Tras eso en el domicilio del fallecido, al mando de un líder llamado Chalo, todos deben encolumnarse para saltar una llama de fuego que es preparada con anterioridad.
Para este acto  deben estar con la ropa mojada. La actividad es considerada como la despedida al difunto y una vez terminada  cada quien se dirige a sus viviendas.
En el Día de los Difuntos, las familias shiwiar se reúnen en el primer piso de sus casas junto a la tumba para rezar y llorar.
Igualmente,  comparten el almuerzo de ese día con quien ha fallecido. En algunas viviendas  existen más de 10 personas sepultadas  en el mismo hueco.
El objetivo de hacerlo  es  compartir  con el finado  las actividades de los vivos. 
“Los tenemos junto a nosotros porque los queremos. Si es el mayor de la familia quien está ahí, él nos cuida y nos da valentía para seguir luchando”, refirió Rosa.

Intercambian  maíz y oraciones
Cuturibi Chico es un barrio  rural ubicado en la parte noroccidental del cantón Pujilí, a más de hora y media del centro.
En el lugar este día  se vive con absoluto recogimiento y espiritualidad.  Delia Tonato, de 56 años, señala que la noche previa a la conmemoración,  recorren las casas de los vecinos con cánticos y oraciones por las almas de sus familiares. 
Al visitar las viviendas  les dan a conocer los nombres y apellidos de las personas fallecidas en el lugar.
“Se ora en conjunto por ellos. Por cada difunto, los anfitriones dan una libra de maíz a los visitantes. Es como compensar de algún modo la visita y el rezo”, explicó. 
Explicó que no se conoce desde cuándo inició esta tradición, pero cree  que data de antes de la llegada de los españoles.
El “animero”de Chimborazo
En Penipe, Ángel Ruiz es conocido como el animero. Desde hace más de 50 años recorre  las calles de la ciudad rezando por las almas y pidiendo por su paz.
Esta tradición se mantiene viva desde hace más de 100 años y generaciones completas han transmitido el legado.
El recorrido inicia a las 23:00 en la iglesia principal del cantón chimboracense.
Con una túnica blanca que cubre todo su cuerpo, Ángel se prepara para su ritual. En su mano izquierda empuña el crucifijo y se lo coloca en el cuello.
En la  otra alista su campana y una calavera con la que se inicia el rito.
Ruega por las almas benditas y que el amor de Dios se apiade de ellas brindándoles la tranquilidad y la paz.  El animero no puede hablar con nadie mientras efectúa su ritual, pues así demuestra  el respeto que tiene  a los muertos.
Pobladores del sitio se asoman por las ventanas de sus casas a observar y santiguarse. Unos le temen, pues al verlo se quedan paralizados, ya que la tenue luz del alumbrado público le da una forma física que inspira miedo.
Otros que ya lo conocen desde hace varios años se acercan y besan la calavera que lleva en su mano.
Lo hacen “para protegerse de la muerte”.
Visitantes de otros cantones también llegan para conocerlo y acompañarlo hasta el cementerio. 
Es precisamente en este sitio en el cual Ángel ingresa  con el objetivo de pedir permiso a los muertos para continuar con su camino.
En medio de tumbas y criptas,  ora y recorre  por las cuatro esquinas del panteón de Penipe. 
Al salir del lugar continúa por toda la población hasta  finalizar  a las 02:00 de la madrugada.
Ángel comenta que realiza esta acción desde el 25 de octubre hasta el 2 de noviembre (Día de los Difuntos).  “Es para que los muertos estén listos para recibir a sus familias;  recorro toda la ciudad para que la gente sepa que con toda tranquilidad puede ir a visitar a sus seres queridos”. Para Richard Tobar, oriundo de Penipe, esta tradición debe mantenerse viva.
“No se la ve en ningún lado. Es algo propio de nuestro cantón. No queremos que se pierdan estas costumbres”. 
Ángel concuerda con la opinión de los penipeños y tampoco  quiere que se pierda la tradición del “animero”.  Es por ello que  tanto su hijo como su nieto aprenden este rito con el objetivo de que continúen con su legado y sigan velando por las almas que sufren.
En Machala, en cambio, hay una leyenda en torno a un mausoleo de dos hermanas al que nunca le faltan flores.
 Roberto Salcedo, de 79 años, enseña a sus nietos la labor de pintar y marcar las letras en las lápidas. Su trabajo lo cumple desde hace 43 años en el cementerio.
Narra que en la tumba de estas personas, fallecidas en 1972, siempre encuentra arreglos florales que ni los familiares  saben de  quién son. Los allegados llegan cada 2 de noviembre para limpiar el sitio, pero hallan rosas cuya procedencia desconocen.
El guardián del panteón también asegura  que nunca falta al menos una rosa.  Nadie se explica  por qué dicha tumba es la única que pasa adornada durante todo el año.

En Quito, dejan recuerdos 
Los habitantes de Calderón (extremo norte de Quito)  conservan las tradiciones relacionadas con el culto a los muertos que se practicaban en la época prehispánica.
 Ellos llevan a las tumbas de sus seres queridos los alimentos que prefería el finado durante su vida para  comerlos en familia.
Esto tendría relación con la forma en que los aborígenes de la zona enterraban a sus muertos. 
Así es posible observarlo en los enterramientos descubiertos en las zonas de Rumipamba (centro-norte) y La Florida (norte).
El primero, según los estudios, fue un enclave habitado hace unos 1.500 años. 
La administradora del sitio, Bernarda Icaza, afirma que “en Rumipamba las tumbas eran de forma circular y en ellas se enterraba al difunto en posición fetal, envuelto en telas que ellos mismos tejían con lana de llama. Se lo acompañaba con un ajuar funerario compuesto de ollas y vasijas con chicha, granos de maíz y otros productos”.
Esto porque,  según la cosmovisión andina, los muertos pasaban a una nueva vida e iban a necesitar esos objetos y alimentos.
También se conoce que, luego de los entierros, se comía alrededor de la tumba, compartiendo así con el muerto la chicha y la comida, algo que se replica en la actualidad hasta después de varios años de ocurrido el fallecimiento.
Por otro lado, el acompañamiento de objetos cercanos sentimentalmente para el occiso también es un rasgo cultural que se mantiene, aunque en menor medida debido a su costo actual.
Esto se ejecuta, sobre todo, cuando al fallecimiento de niños se refiere y no ocurre únicamente en zonas predominantemente indígenas, pues es posible observar esta práctica también en los cementerios considerados mayoritariamente mestizos.       
Un recorrido por el panteón de El Tejar, por ejemplo, permitió el jueves descubrir tres tumbas infantiles en las que se mantenía esta costumbre.  En el nicho signado con el número 46, del bloque Padre Alonso de Encinas, de dicho camposanto, la familia de N.C.T.  había depositado, detrás de la urna del cristal que protege la tumba, un pequeño oso de peluche junto con una serie de signos religiosos y tarjetas de pesar.
Algo similar ocurría en un nicho todavía sin identificar donde los padres y hermanos de un menor habían dejado lo que presumiblemente era su juguete favorito: una pala mecánica de madera. Asimismo, D. G., muerta el 7 de febrero, es “acompañada en la otra vida” por una pequeña muñeca.
En otros casos, sobre todo en los adultos, los familiares expresan su cariño por el difunto colocando fotografías.
    
Un sitio para los olvidados
En la fosa común del cementerio municipal San Vicente de Picaihua, en  Ambato, reposan los restos de 640 personas que no tenían recursos o que no fueron  identificadas por sus familiares.
El lugar está a solo 200 metros de las tumbas y nichos  de este camposanto. 
Un ambiente lúgubre  acompaña a los pocos visitantes  que se dirigen a la fosa común.
Este espacio  fue abierto hace casi veinte años conjuntamente con el cementerio.
Las pocas flores, floreros y cruces colocadas están secas o  semidestruidas.
En la parte habilitada para menores de edad, un total de 58 cruces con nombres escritos sobre la madera revelan el descuido de sus deudos. Lo mismo pasa con  los adultos.
Los difuntos son enterrados, en su mayoría, en cajas de madera donadas por instituciones caritativas y el Hospital Regional Docente de Ambato para que el sepelio sea lo más humano posible.
Rosa, una anciana que sepultó a su nieto en el lugar por no contar con  159,67 dólares  para comprar un nicho, expresó su dolor por no poder erigir una lápida grande en honor a su pariente.
 



(Source: telegrafo.com.ec)
votar

No hay comentarios.:

Publicar un comentario